a Sábato no le pasaban éstas cosas



el papel higiénico cuelga del tubito. y yo lo miro, fijamente. cuelga y recuerda.
suena el timbre. corto una tira de papel y me apuro.
-hola- dice Creatrice, creyéndose muy misteriosa. la hago pasar. es la segunda vez que entra a mi departamento, pero camina y mira como si fuera la primera vez, como si estuviera inspeccionando.
saco una botella de cerveza de la heladera (sé que no le gusta), le sirvo un vaso y me siento al lado del escritorio. ella se queda parada y toma despacio, sin queja.
-llegué ayer de Montevideo. el martes terminamos el rodaje.
-¿cómo salió todo?- pregunto, haciéndome el inocente.
-qué te importa.
hace una pausa y deja el vaso en la mesa ratona. sigue:
-a nadie le gustó cómo te fuiste.
-sí, bueno, entenderás que tenía que terminar...
-¿qué?- interrumpe- ¿la novela? ¿es esa?
señala la pantalla de la computadora.
-sí, es esa.
-dajame ver.
se acerca, agachándose y lee (llego a sentir el perfume de su pelo, y un respiro en su piel). se aleja despacio.
-te traje algo. un souvenir.
saca de la cartera un sobre: es una imagen, en papel fotográfico, de Ernesto Sábato. y va a la pared frente al escritorio, donde está el corcho lleno de fotos, fragmentos de novelas, postales, dibujos, lo típico. busca un lugar donde pincharla.
-¿acá?- la apoya entre los uruguayos Onetti, Estrázulas, Levrero. sé que lo hace a propósito.
-en cualquier lugar está bien.
la pincha y me sonríe y entiendo esa sonrisa como una provocación, una invitación sarcástica.
-no sé para qué tenés todas esas fotos acá, pero me acordé cuando vi esta. aunque dudé: ¿era Sábato o Arlt? bueno, son iguales.
-Arlt, Michelle- le digo- era Arlt.
-yo me llamo Michelle, pero vos no me tenés que decir así.
agarra una silla y se sienta.
-Arlt, cierto...  te lo debo. ¿estabas escribiendo cuando llegué?
-no... bah, sí. escribía- respondo y me acomodo en la silla.
-entonces, ¿cómo va la novela? Ignacio dice que hace dos semanas que estás acá, internado, escribiendo y fumando sin parar.
-Ignacio habla demasiado- respondo- ya no fumo.
-pero te internaste- mira al rededor y dice:- sos el escritor que escribe, en su notebook, desnudo y despeinado, en el mono ambiente húmedo.
saca el paquete de cigarrillos y fósforos. ¿por qué fósforos?
otra pregunta retórica:
-¿te das cuenta de lo post-moderno que es eso?
se levanta, camina al balcón. su última dosis de consideración: enciende afuera el cigarrillo.
-pero supongo que es inevitable. hablame de la novela. ¿te acordás cuando me leías las novelas de Virginia Woolf? en la casita de Floresta. contame.
-no sé porqué la sigo escribiendo. las pocas personas que la leyeron no dijeron nada bueno, y yo concuerdo con ellos. es pretenciosa, más que yo mismo.
me hace un medio puchero, como demostrando comprensión y me ofrece un cigarrillo. lo agarro.
-seguí- dice.
-pretende ser una memoria de la Literatura, y es eso justamente lo que la hunde, y me hunde a mí. como escritor, digo.
-¿qué decis?- me enciende el cigarrillo.
-digo que soy una persona que cada vez que cumple años se acuerda de Rimbaud y de Lautreamont, que cada vez que veo un rollo de papel higiénico se acuerda de Keouac, y cada vez que...
me interrumpe su risa.
-pero lo del papel higiénico era mentira, ¿no sabías?
dejamos pasar un momento, durante el cual me acuerdo de Woolf, de la casa de Floresta, de su cuerpo.
-está bien... ¿la vas a terminar?
-me faltan unas pocas hojas- le digo.
-no me dejes afuera esta vez-dice, pasa al lado mío, me revuelve el pelo como a un nene y tira el cigarrillo en el vaso de cerveza- quiero leerla entera. pero si ves que te supera, podés seguir su ejemplo- señala la fotito de Sábato.
-entiendo- le digo- claro, vos lo decís porque Sábato rompía y quemaba sus novelas- asiente con la cabeza- pero eso no pasa en la era post-moderna.
tiro mi cigarrillo en mi vaso de cerveza y la acompaño a la puerta.
-la próxima vez me quedo más tiempo.
se va.
cierro la puerta.
saco el martillo y un clavo del cajón de la cocina.
apoyo el clavo a la altura de la frente de Sábato, y la apoyo en la parte superior del corcho.
la clavo de un golpe.

enciendo el décimo cigarrillo. termino de leer la última página. sirvo agua en un vaso y le echo hielo y un poco de jugo de limón. pero antes de guardar la botellita, le echo más, un poco más, exagero la cantidad de limón. me tomo el vaso de un trago. el ácido y el cítrico me raspan el paladar y la garganta. me siento de nuevo ante la computadora y miro las últimas palabras:

                         una cosa, apenas, que debía ser destruida y de la que estaba cínicamente orgulloso.

cierro los ojos. volteo la silla. suspiro, dejo salir todo el aire. trato de quemarme como el cigarrillo en el cenicero. abro los ojos y me encuentro con la mirada de Sábato, puntiaguda y filosa como un verso de Bukowski (por metáforas así habrás de morir). Sábato.
imagino el hogar, las llamas que arden primero en su boca y después queman la madera. cuatrocientas hojas en su mano, esperando ser quemadas. imagino, puedo ver, la furia, la frustración, el odio, esa sensación de fracaso en el pecho, en el pasado, en la mano. cuatrocientas hojas. gruñe, grita, putea, maldice. y tira la novela al fuego. la tira con fuerza, con deseos de lastimarla, de que se quiebre una clavícula y el esternón, que pierda los dientes y las uñas, que sangren las encías, que se sienta ultrajada y desee ella misma arder hasta desvanecerse (lo que siento). hasta el imposible olvido. y todavía la noche, iluminada por las llamas. el silencio. el descanso sin alivio (lo que no puedo sentir).
post-modernia. mono ambiente. no tengo hogar, ni cuatrocientas hojas en la mano. miro la pantalla con odio y nada se quema. el ambiente (el único) lo ilumina la luz pálida del monitor, de la desgraciada hoja de word. un clic, y se elimina para siempre. un clic. ni gritos, ni estruendos, ni truenos y tormentas, ni cuervos. nada más que un clic. la fuerza bruta de una locomotora desvaneciéndose en el sonido de un pestañeo.
lo más violento que puedo hacer es pulsar el botón izquierdo sobre el archivo, y arrastrarlo, apretando los dientes, hasta el icono de la papelera de reciclaje, y soltarlo. después, clic derecho en la papelera, opción "vaciar papelera". apretando más los dientes, los dedos de los pies, los párpados, todo el cuerpo contorsionado a punto de explotar, tratando de ignorar el amable cartel: ¿está seguro que desea eliminar de forma permanente este archivo?. sí. seguro. clic opción sí.
 tomo un trago de jugo de limón, casi puro.
enciendo otro cigarrillo, lo chupo con fuerza.
me quedo quieto, fumando.
en silencio.
intento ignorarla, y no puedo:
siento la mirada de Sábato.
(no hay descanso sin alivio).
la siento en la nuca.
abro la boca (el humo).
voy a la cocina. agarro el martillo.
me acerco al corcho, y golpeo con fuerza la foto de Sábato.
la foto se deshace en el ruido.
después golpeo la de Onetti, y la de Felisberto.
después golpeo otros recortes con citas de Pizarnik, Girondo, Kawabata, Di Benedetto, Carver,Levrero, Breton, Piglia, Moore, Miller, Bioy, Moyano, Borges, Cortázar, Modiano, Woolf, Akutagawa, Dick, Arlt, Sartre, Estrázulas, Laperdian, Puig, Nicolasi, Quasimodo, Ungareti, Veda. golpeo una lapicera que hay sobre la cómoda y un lapicero, y todo se desparrama en el piso. golpeo la cómoda con la mano abierta y después golpeo mi mano con el martillo. concentro los golpes en un dedo (el meñique). lo golpeo hasta deformarlo y hacerlo estallar. salpica sangre. siento el hueso romperse, astillarse, el ruido seco y grave bajo la carne machucada. queda colorado y abierto como un cartucho de escopeta. revoleo el martillo (después descubro que golpeó y agrietó el vidrio del ventanal del balcón), sacudo la mano llena de dolor, pateo un mueble, doy media vuelta sin saber qué hago y caigo al piso.
me siento contra la pared, agarrándome la muñeca. la mano toma colores psicodélicos, cadavéricos, como de quirófano. me tiembla el cuerpo.
pienso: a Sábato no le pasaban estas cosas. tampoco a Poe. ni siquiera a Maldoror.
pienso: ni a Ginsberg, ni a Rimbaud, ni a Rejtman (sobre todo Rejtman).
cierro los ojos. trato de calmarme. enciendo otro cigarrillo (el anterior está tirado, aplastado, en el suelo). busco la botellita y tomo del pico. la pureza del jugo me provoca muecas de ardor.

hubo una época en que juzgaba a las mujeres por sus muñecas, el color de sus uñas y las puntas en los mechones de pelo. buscaba un triángulo formado por ese pelo, esas muñecas, y esa boca, que daba por resultado, en el mejor de los casos, una visión lluviosa, una canción, palabras sacadas de libros y colores desaturados. en ese galpón de sensaciones caminaba Creatrice, aliada a la sombra y escapándose de las cosas que me gustaba decir.
era, quizá involuntariamente, la representación de "la femme mecanique", la mujer mecánica, de ojos fríos, actitud soberbia, dueña de todos, de una superficie invulnerable. alguna vez, en su desnudez artificial, logré ver entre sus piernas. no me doy crédito por el pequeño logro; más bien pienso que fue un descuido. pienso (me gusta pensarlo así) que alguna palabra, algún gesto mío, algo invisible para cualquiera que no fuera ella, llegó a tocar un nervio en su memoria, el recuerdo de alguien que la poseyó, a quien le dio algo genuino y la desnudez que a mí me negaba.
así me enteré de que nada le dolía, que pasaba a través de la angustia como un láser que cruza la niebla, que podía ser conmovida por pequeñeces, que era capaz de no ser egoísta si encontraba a la persona indicada. pero a veces, pensé, la persona indicada es una sola, y nunca vuelve.
yo, evidentemente, había sido incapaz de enamorarla (es cierto que nunca me lo propuse) y de generar en ella esa, no escasa sino exclusiva solidaridad. de esto fui testigo apenas, nunca pretendí ni busqué que hiciera nada que no surgiera espontáneamente de ella. sí quise, quizá por orgullo, darle algo que considerara al menos valioso, al menos en un sentido retorcido. una novela, ahora perdida, que retrataba algunos de sus instantes (los que yo consideraba reales, y los invisibles), y algunos de los míos.


los fragmentos invisibles (cuento)







Carolina murió.
es una tragedia.
sus padres insistieron en la tumba. yo no.
hay una lápida sin epitafio. sólo un nombre, dos fechas (arbitrarias).
flores. una foto (de una nena que ya no es). un rosario (impuesto).
mi sombra sobre la lápida: la miro y pienso.
pienso que cinco metros más abajo de mis pies está el cajón y un cuerpo que supe amar. (sólo el cuerpo).
lo pienso de nuevo, como una confesión: sólo el cuerpo.
me saco los anteojos de sol y me agacho para dejar las flores junto a la lápida.
me dan ganas de sentarme, de espaldas contra la lápida, y descansar. fumar un cigarrillo. pensar un poco. pero me da pudor que me vean.
enciendo el cigarrillo. y pienso.
es la primera vez que vengo a visitar la tumba de Carolina. cumplo con un ritual que siempre juzgué absurdo y sin sentido. me cuesta despegar su personalidad, identidad (¿su ser?), de su cuerpo, el que sé que se pudre cinco metros más abajo. pero no lo veo.
la imagen persiste: blanca, sonriente.
en la memoria, ella nunca muere.
lo que quiero decir es: en mi memoria, su cuerpo nunca muere.
¿sigo deseándola?




fragmentos invisibles








te acordás un cristal en el pecho
que despreciás
te acordás del cisne pilar de la ciudad
te acordás del olor de los árboles entre sus pasos
(¿buscaste las huellas; se la comieron los pájaros?)

hace cientos de años

los nombres eran columnas que adornaban los pabellones del cuerpo

hace cientos de años

y ahora
mirás tu nombre palpitar entre sus manos
sus manos sin lluvia
sus manos que ocultan al sol y se alimentan
sus manos para el invierno
sus manos de vía láctea
sus manos que tocan tu presente
manos llenas de lágrimas que
(es cierto, es maravillosamente cierto)
moldean tu cuerpo a imagen y semejanza del simio, del bombón, de un capullo que se abre, de un rincón de madera, de una mirada sin cabeza, de un zoom furtivo, de una mirada invisible, de dos anillos que forman un Moebius
y después de la guerra, manos seniles, manos de beba
que cada día aprenden a tocarte
como si crearan un nuevo lenguaje de palabras invisibles
conjugadas en el capricho y pronunciadas con el ano invisible



yo fui un hombre que te buscó y después se exilió a su origen

yo soy un hombre que enciende tu nombre con un fósforo y te hace pájaro en la espera







poema cómico








pasillos del exterior
veredas húmedas
borra de ciudad
el tiempo del alcohólico

busqué en los lugares que fuiste
loca adaptación de un fantasma
                          leyenda urbana
anacrónico llanto de una enamorada en la era espacial
que en Deimos se suicida
tirándose al río
y todavía no llega

tuerto, buscador de pirita
verso engominado sin lector
invento una despedida en rima
y lloro

mirame
estoy en el lugar que inventaste cuando gritabas sin garganta
soy yo
estoy donde me buscaste la única vez
y me confundo con las sombras

porque soy yo,
ni un auto destartalado, ni un gato sarnoso
ni un zapato de goma, ni un payaso rechazado
pero sí un puto querido
que toquetea las cosas del otro lado

soy una vuelta a casa con el sexo vacío
pero no vaciado
soy el ridículo la boca que te nombra
cuando enciendo una vela








A CARVER




a Ignacio Violini


se puede. estoy convencido de que se puede...
no sé qué es lo que se puede, pero sé que sí

veo, a veces
miro el techo
fumando un cigarrillo imaginario
me siento atravesado por el humo que no exhalo


vos me entendés
si digo que la muerte es mi sombra
y mi sombra un autorretrato de la muerte
que cada vez que despierto
es como si mi sombra me abrazara
tan fuerte tan fuerte
que me saca el aire por un instante y después
después me levanto, me visto, me disfrazo
y hago las cosas de la gente
como si no tuviera sombra

vos me entendés cuando digo
que todo el tiempo es como si estuviera a punto de morir
y no me doy cuenta
pero me doy cuenta de que no me doy cuenta

vos me entendés, también
que algunas cosas las siento con ardor
y sabés que no me importan

vos entendés vos sabés de mi amor
entendés que no se trata de amor

vos entendés que exagero por rigor literario
que no soy dramático, sino comediante
que antes que optimista soy esperanzado
pero pesimista al final del día
que lo único que me importa es una mujer
y el resto es un juego
porque entendés que yo no soy serio y solamente juego
juego a ser cualquier cosa
un cawboy espacial
un escritor
un empleado en una empresa de transporte de residuos patológicos y peligrosos
un amante
un fantasma
un suicida
un hijo
un marido
un montón de cosas que podría ser si no jugara a ser yo

sé que se puede, y lo digo con indiferencia
lo sé cuando miro el techo fumando de fantasía
fingiendo mi muerte por las dudas de que algún dios exista
sé que se puede
cuando fumo y exhalo con ardor ese poema que no escribí
(acaso éste)












Los que fuimos (fragmento)






miro el techo. evoco el sueño con el aburrimiento y el vacío. la única hora que conozco es la madrugada. la única hora del día o la noche, es la madrugada. la madrugada es la última hora. la madrugada es una migraña tierna, lloviéndose sobre las cosas. la madrugada es asma infantil, tanteando desde adentro las posibilidades de la debilidad. la madrugada es una boca que sufre, un labio roto, un diente partido. la madrugada es masturbación. la madrugada es el frenesí de los cuerpos que quiebran su palabra. la madrugada es el techo mirado, agrietado y deseado. la madrugada es crear una mujer que se escapa. la madrugada es suicidio. la madrugada es un infierno musical, lugar de las aventuras perdidas, de los engranajes, de la desesperación, donde lo bello y lo triste conjugan una vida breve y posible hasta las últimas consecuencias. la madrugada es el tiempo de nacer y abrazar. la madrugada es sombra de liberación, caída libre y soluble. la madrugada es invocación. la madrugada es el interior de las cosas. la madrugada es el fondo. la madrugada es babia. 













Los que fuimos (fragmento)







      foto: estoy sentado en una silla de caño. adelante mío, un atril sostiene un marco de madera (es una ventana). más allá, el río, el horizonte, la lluvia.
veo los días pasar como carrozas rojas. paso a través de los días. a veces siento un movimiento de aguas en mi interior. generalmente es cuando algo debe ser escrito. a veces siento que viajo más rápido que un cometa, más rápido que Superman. lo suficientemente rápido como para a travesar un planeta sólido. entonces deseo atravesar el sol como un rayo imparable.
      foto: mi nunca encuadrada en el marco de madera.
miro las cosas y no las entiendo. cada objeto se delinea y se separa del fondo. a la vez me siento unido a todo, como si las líneas de mi mano se extendieran como telaraña y dibujaran las cosas. acaricio la pared y siento la caricia en mi nalga izquierda. susurro, casi para adentro, y la hojita de una planta vibra suavemente. miro las cosas: sombras siluetas manchas, las nubes el agua la lluvia, los cuerpos el pelo el vello. lo escribo todo, o casi todo. miro los días pasar, sin sorpresa ni sobresaltos, como nubes con formas graciosas y misteriosas. la vida es hermosa. siento cada instante que me toca sentir. pretendo que todo experiencia sea un haiku. a veces, sí.
      foto: mi cara, de frente, encuadrada en el marco de madera.
soy una estatua de ceniza mirando a través de una ventana flotante un paisaje que se abisma y rechaza las orillas. te toco y se desarma  la lluvia. sombras corren por la línea que separa el norte del sur, como si fuera una cuerda floja. todo brota espontáneamente de mí y cruza la ventana hasta el otro lado.
      foto: la lluvia moja la sombra.
















el otro monte





            dijo que había encontrado a un chico idéntico a mí.
            -pero es oriental, chino o coreano. igualito, eh. salvo por los ojos.
            y unos días después...
            -se llama Julián, "Yúlian", es coreano. es igualito a vos.
            y unas semanas después, comentó que habló con Yúlian, el coreano idéntico a mí.
            -es tu doppelgänger- se reía- es como vos, en todo, salvo los ojos- seguía riéndose.
            en ese momento noté la fascinación que después escondería.
            no volvió a hablar de eso hasta mucho tiempo después en que dijo que no,
            -no es coreano, es japonés, de Nagasaki- otra vez riéndose- un japonés se parece a vos, Mélan.

            y ahora estábamos en París, Francia, por cuestiones de trabajo. del trabajo de Fiona, exactamente. yo apenas me dedicaba a hacer las compras, preparar la comida para cuando ella llegase, cebarle mate, dormir, vagabundear y decirle que todo iba a estar bien, porque ella me creía.
            y después, buscaba. era yo el que buscaba, con una desesperación tenue, muy calma y lejana, en el lugar donde se inventan los dolores de cabeza. entonces yo buscaba y ella vivía. siempre había sido así. Fiona también era la que encontraba. encontró Sexus cuando yo no podía. encontró Tres golpes de timbal cuando estaba agotado. y encontró al otro, el japonés Yúlian, en Montmartre cuando estábamos en París. como parodiándome, como parodiando la otra desesperación, porque yo estaba seguro de que, al margen de algunos libros y de algunos Cortázares, el otro no se parecía en nada a mí.
            pero no importaba, porque no volvió a hablar del otro. y no era que simplemente lo había olvidado o ya era tema viejo. lo callaba deliberadamente, ocultándolo en el silencio, y atrás de gestos y expresiones de la cara que hacía cuando yo decía ciertas cosas, o daban una película de Kitano en la televisión, o parados al lado del Senna, pasaba un grupo de orientales. entonces los ojos se le nublaban un poco y miraba hacia el río y de reojo a mí, lo que significaba que pensaba en algo que ella sabía y yo no.
           
            había tardes en que ella no llegaba. y yo pensaba en que por ahí suelto había otro como yo, aunque estaba seguro de que no se parecía en nada a mí, en la cabeza de Fiona estaba mi ikiryo literario. pero no me provocaba nada. tal vez porque no le creía.
            después llegaba tarde y me daba razones, casi excusas, casi mentiras, infantiles, ridículas, lindísimas, que me enamoraban y me hacían pensar en una travesura que había encontrado ella, y no yo.

            no era difícil pensarla con el otro, en cualquier café o puente de París. y si era de verdad como yo, era él el que hacía literatura, el que le cebaba mate para que ella moviera la bombilla y lo arruinara, y después de verla juntar hojas secas y otras cosas de la calle, la llevaba a algún hotel de Montmartre para verla desnuda y fracasaba, porque Fiona no se desnudaría, ni pondría un cd de bebop, a lo sumo miraría por la ventana y fumaría, jugando su propio juego, que era el real, el que valía.
            porque ella también jugaba. aunque no creo que fuera un juego realmente. algo más serio, más grave y además secreto. ella lo probaba todo el tiempo, le hacia preguntas de una precisión quirúrgica sobre la vida, sobre París, sobre las mujeres; hacia comentarios al azar o señalaba rincones; le mostraba un libro, el afiche de una película, una parte de su cuerpo, y esperaba la respuesta y la reacción con mirada furtiva, midiendo diferencias y similitudes. quería ver cuán yo era, qué porcentaje de homosexualidad tenía, de qué color sus ojos a la luz, la forma de su panza. a veces le daba un cuadernito o libreta y lo hacía escribir, pero no leía. sólo miraba la posición de la mano izquierda, la que sostenía el papel. pero no leía, lo doblaba y se lo guardaba en el bolsillo de la pollera y más tarde lo tiraba a la basura. después jugaba a olvidarse, a hacer de cuenta que él era yo y yo no existía. pero todo como un divertimento infantil, como si el otro fuera imaginario y como si su estancia en París dependiera de eso.

            una tarde invadí yo el terreno lúdico, en secreto. Fiona me había dicho que trabajaría hasta tarde. si decía la verdad, estaría en la oficina hasta cerca de las ocho de la noche, y no en Montmartre, donde supuestamente vivía el otro. entonces fui a recorrer Montmartre, seguro de que en alguno de esos edificios y casas pequeñas, entre los pasajes o los pabellones de los museos (a los cuales no entré), riéndose en alguna iglesia de hace cuatrocientos años, en algún café o taller, o a la vuelta de cada esquina, estaba el otro, el que no se parecía a mi, salvo por los ojos, el que era como yo. y caminaba buscándolo, pero caminaba para no encontrarlo. cada vez más convencido de que por más real que fuera el imaginario de Fiona, uno de los dos estaba loco y así salvaba al otro. aunque a veces nos turnábamos. ahora le tocaba a ella, llenándome las tardes de caminatas incoherentes y disléxicas por Clichy, los puentes, Montparnasse y el Senna. y ahí parado en la punta de la cúpula de la Basílica del Sacrílego Corazón, miraba hacia el horizonte como si viera algo, fingiendo mi expresión interesante y grave, sin preguntarme pero buscando. buscando otra vez, quizá bajo el agua del Senna.

            más que nada pasaba las tardes en el balconcito del departamento en la rue des Arts, fumando por rigor, e imaginando sus diálogos de vino y tabaco en los que ella decía así:
            -lo vi todo en París.
            y el otro respondía siguiéndole el juego, porque era como yo:
            -no viste nada en París.           
            y Fiona, sin darse por vencida:
            -lo vi todo en París. vi sus puentes y sus cafés, vi las iglesias y los museos derrumbados, vi la bohème y la náusea en los bulevares.
            -no, no viste nada en París.
            -vi sus clochards en las plazas y abajo de los puentes, vi los hospitales vacíos, todo.
            -no viste nada en París, nada.
            pero ella insistía:
            -sí, te juro, lo vi todo en París. vi las prostitutas migrando al trópico, vi los vivo ditos de Greco, vi las doncellas desnucadas y los gorilas asesinos.
            y el otro, tan serio como ella:
            -no viste las prostitutas ni los vivo ditos, no viste nada. nada.
            -vi a la Gioconda colgada de un tendedero, todo lo vi en París. nada.
            y así, formando hombrecitos y chicas con la ceniza que sobraba en el cenicero, si lo hay, y riendo por rigor, al concretar el diálogo que conmigo no pudo, porque no soy japonés ni francés, y además contenta.

            un poco contenta porque jugó con un amigo imaginario. porque tuvo un secreto que tal vez supo ocultar, aunque llegara tarde, con excusas de juguete, y otra sonrisa al lado de la suya. y porque encontró lo que yo había buscado y obsesionado.
            mucho después le pregunté.
            -¿seguís viendo a Yúlian, el japonés que se parece a mí, salvo por los ojos?
            -ah, no- dijo sinceramente- me aburrió.






suave madrugada





aunque los dedos estaban en el aire, paralizados por un viento invisible, podía sentir su suavidad como una delgada, casi transparente piel de agua, marcada por un poema que no se dejaba escribir, pero ahí estaba, presente como una sombra en la oscuridad rasgada por las luces de afuera, la simulación de la Luna, la brasa del cigarrillo, el relámpago del encendedor, la televisión.
inmensa
inabarcable
lluvia sin bordes
gajos ásperos capullos
desequilibrando la lluviasusmanos
los pasos en la madrugada más débil sobre el piso blanco sin huellas ni reflejo. la mano arrastrándose por la pared, suplicando realidad tangible vida despojada apenas del recuerdo y las transparencias líquidas del recuerdo los innumerables cadáveres de una misma mujer.

la sensación, en la superficie, es una espalda rota, una columna vertebral tan quebrada que no puede asemejarse a una serpiente, el puente más largo del continente destruido a mitad de camino, una mano que tiende a otra mano que tiende a infinito. la sensación, en lo profundo, es extrañamiento y pérdida. la imagen: una escalera mecánica hacia ningún lado. otra imagen: un adolescente cuyo único refugio es un programa de radio de madrugada sobre rock n’ roll se entera que dicho programa será cancelado próximamente. una tercera imagen: una carta enviada a una mujer que se acaba de mudar y muere.

es tácito.

la primera persona del plural está renga.

la tercera persona del singular masculino no está.

una cabeza se asoma desde atrás de una pared y mira. se advierte, tarde, que es el espejo. es el espejo. enciende otro cigarrillo y sirve jugo de naranja. espera sentado en la silla. hay música bajita y una película en el televisor. fumando, sale al balcón. espía a los posibles caminantes. las ramas de los árboles tocan la baranda al agitarse con el viento. el humo se aleja de la boca hasta desaparecer. la colilla cae al agua contra el cordón de la vereda y entra, desnudándose, hacia el baño. ducha. la piel reacciona ante el aire frío de la sala. todavía húmedo, el cuerpo hunde sábanas y colchón. parado en algún lugar del departamento.

la boca se entreabre. dice:
            -no.
             pero no me doy cuenta de qué niego.







jardín con un patíbulo en el fondo (fragmento)






insultaba, agarrada a la reja del almacén, como si estuviera presa demandaba azúcar. intocable por el invierno, en musculosa y pollera. sus gestos y movimientos parecían superar los de una jovencita todavía en edad de menarca, o poco mayor. me divertí un momento y estuve viéndola despotricar contra las horas y la siesta, los viejos y la necesidad. parado contra la pared, fumé el cigarrillo hasta cansarme y cuando estuve listo me interrumpió su saludo. respondí distraído.
-no lo vi- se disculpó.
-abren a las cinco- dije y empecé a caminar.
-a las cinco es muy tarde. azúcar, sólo quiero un poquito de azúcar.
a mis espaldas, imaginé su resignación: una torta de cumpleaños llegaría tarde al soplo. después escuché sus pasos atrás mío, las sandalias nerviosas contra la vereda, el apuro, la llegada a mi lado.
-¿usted podría darme una tacita de azúcar?
me aburrió la petición y preferí negársela.
-una tacita, unos cuantos gramos nomás, una pizca aunque sea.
-está bien- concedí.
era la primera vez que hablábamos más allá del saludo. creo que nunca un vecino o vecina había entrado a mi casa, nadie jamás me había pedido nada y yo nada necesité de ninguno. para mí todos eran fantasmas o bultos a veces visibles en el rabillo del ojo. la chica se había impuesto, sin proponérselo, estoy seguro, a través de saludos iniciales y poses indescifrables que la asemejaban a una estatua, a veces, parte de algún juego secreto o increíble, quién sabe. le abrí la puerta y entró en la oscuridad, unos pasos solamente. y esperó. yo encendí una luz y abrí una ventana. dio una vuelta, mirando como un faro rápido, y se rió.
-¿siempre vive así?
-¿qué significa siempre?- me saqué el saco, la miré. sonreía y no se animaba.
-parece casa de viejos.
-es que vos sos muy chiquita. ¿cuánta querés?
-¿cuánta qué?
-azúcar.
-ah. una taza como de café con leche, llenita.
-bueno, ya vuelvo.
doblé en la cocina y ella se quedó mirando extrañada un departamento desconocido y extraño que no la asustaba. escuché sus pasos pegajosos en la madera, algo tocó, movió algo. cuando salí de la cocina, su cuerpo se recortaba contra la luz de la ventana nublada, de espaldas a mí, miraba la tarde lejana, afuera, donde ella no estaba.
preferí no interrumpir, dejé la taza llena y blanca en una mesita y me senté en el sofá a esperar. me pregunté y no quise saber qué la tenía tan absorta, si esperaba algo, si buscaba algo, si algo afuera la llamaba y no se movía. fumé la mitad de un cigarrillo antes de que ella, sin nombre, percibiera mi presencia, se diera vuelta y advirtiera la taza en la mesa ratona, el cigarrillo entre mis dedos, el humo manchando el ambiente, mi figura, alta y abultada en el sofá, y decidiera, no carente de misterio, caminar con una lentitud melancólica hacia mí o hacia el sofá, y se sentara a mi lado, no demasiado cerca. el sofá apenas sintió su peso.
apoyé mi mano en su muslo frío. ella, mirando hacia abajo se miraba los pies,  el pelo que le caía sobre la cara la privaba de mí. acaricié, muy lentamente, con las yemas de dos dedos, una piel espesa.
-podemos hacer lo que quieras- dijo, con un jadeo en la garganta, miedo o vergüenza o culpa, o nada peor. 
-mirame.
no respondió, no me miró. esperaba, paciente, un arrebato, un dolor, un algo desconocido que la anulaba y la ofrecía. En algún lugar había el ardor en la expectativa. quizá en mí. 
levanté a mano y la pasé a su hombro, igual de frío.
-¿te sentís incomoda?
se levantó y caminó hasta la mesa, siempre borrándome con el pelo. y mientras mi mirada como tocada por su pelvis, dijo algo, nerviosa y apurada, como si diera lección. se atrevió a gesticular, algo que parecía disculpa y no lo era, que pretendía explicar y no lo hacía. m crucé de piernas, encendí el cigarrillo y estuve mirándola caminar, tan cerca de su destrucción, y pedir un cigarrillo que le negué y decir que ya era una mujer que no había llegado, que demoraría años y muchas noches. mujer y noches que yo no conocería. 
se volvió a sentar a mi lado, midiendo una distancia prudente, casi inteligente, que no me permitía ya tocarla como me había invitado a hacerlo, pero me dejaba sentir su perfume torpe, naciente.
.-la puerta está abierta- le dije- la entrada y la salida, cuando quieras.
la vi irse. no la vi irse. ofuscada, aliviada, un poco más mujer. apenas.

estuve mirando mi cara en el espejo del baño. la barba crecida de hace semanas o meses. los ojos que no puedo describir. las cejas bullidas. los labios gruesos, lastimados, sin expresión. y el pelo largo, duro, oscuro como las pupilas. toqué la piel reseca, escamosa, algo resquebrajada. no sé si esperaba sentir algo, si buscaba sentir algo. hacía días que no veía mi cara en ningún lado, con detenimiento. si tuviera que adivinar, jamás diría que es mi cara.
bajé limpio, despacio, la escalera de cemento hasta el comedor. me senté. sonaba otra vez el chamamé siniestro de Imperio, que tomaba mate y lo cebaba frío y lavado, callado, mirando al suelo. callaba algo que había pasado y no quería decir. chupé mate y cigarrillo, mirándolo proyectar en la pared la sombra de la mujer que lo hacía algo así como huérfano y, con amor y prudencia, porque ella tenía razón y él no, le negaba el amor que Imperio ansiaba: un muchachito para criar. lo que fuera que hubiera pasado, se esfumaría en la venganza o el castigo, según él lo considerase. y yo lo acompañaría, porque deseaba castigar también. en el rincón, otra mirada ahogada fumaba y respiraba, Julián, que no cesaba de buscar.
-¿va a dormir?- le preguntó Imperio.
-voy a dormir- contestó Julián.
-usted debería buscarse una mujer.
-estoy buscando una mujer- respondió.
-cualquier mujer es una mujer.
-pero la mía tiene nombre- respondió y agarró el mate.
-la que yo le ofrezco también, y se llamará como usted quiera.
Julián Virtz negó con la cabeza y terminó el mate. entonces adiviné el desprecio y el cansancio cuando se levantó sin despedirse y se fue. lo dejó a Imperio tomando y moviendo la cabeza, como si se lamentara, como si lamentara que Julián rechazara la ayuda que le ofrecía, como si le hubiera ofrecido ayuda. después me miró a mí, más débil y dispuesto.
nos quedamos un rato callados. sólo se escuchaban los ruidos de la noche, lejanos. estuve mirando la pobreza alrededor de Imperio y de mí, las paredes húmedas, el techo moribundo, el piso sucio de años. una habitación que parecía olvidada por quien la habitaba. Imperio la elegía así. por alguna razón, elegía esa habitación y no otra; elegía conservarla en su estado natural de deterioro y desorden. así estuvimos, mirando y pensando. los ojos de Imperio eran oscuros y brillantes. las llamas de la hornalla se reflejaban en ellos como en una película. y no significaban nada.
-póngase la corbata, que yo invito- dijo poniéndose de pie.
-la mía también tiene nombre.
me agarró del brazo y me levantó. empecé a seguirlo sin pensar. quizás la autocompasión, o el aburrimiento, o el desgano, o el fracaso, o la brevedad, o las horas perdidas, o la masturbación, la soledad, la derrota, la noche, el hambre, todas esas cosas que seguíamos eligiendo y que fui bajando por la escalera de madera hasta la calle que al llegar parecía todavía más lejos que antes, más silenciosa, más llena de lobos inservibles. empecé a recordar que hacía mucho que había olvidado el miedo. el cigarrillo que me ofreció también lo acepté. los dos nos alejamos en silencio y fumando como extranjeros.

me muerdo la lengua con el vino encima. muerdo el vino. llamo a la sombra que provoque el nacimiento en mi cuerpo, para poder sentirte en mí, todavía ajena, todavía lejana, sentirte como al monstruo que usurpe mi cuerpo y me traiga tu presencia, tu posesión. estoy desnudo en la noche del baño, inhalando tu olor hambriento, tu pobreza, tu plenitud. ¿dónde estás? ¿de qué estás hecha? bruja y ángel bajo la cama. monstruo y niña, una bala en mi garganta. sos la huella que esquivo en la calle y las huellas que me guían. hay frío y humedad, hay tabaco y café frío en los pulmones, hay perros que me siguen y me componen. gatos que miran desde los huecos alucinados debajo de los autos  quemados de la comisaría. linyeras que los tienen de mascotas y los duermen, a los autos. hay más huecos en los que podrías estar, en los que deberías estar, en los que me gustaría encontrarte, con las manos fracturadas y la boca llena de sangre y tierra, adolorida y dormida. porque falta la ternura, faltan los latidos del sueño multiplicados en la respiración sincronizada de los dos, falta el despertar en la claridad y el sexo que abra el día. falta la mano que acompañe mi caminar por estas calles frías y traspiradas con olor a frontera. las calles que se interrumpen y se estiran hacia la eternidad del alcohol. sin vos hay tanto verano alucinado, tanta carencia y una bondad indiferente. acá falta el amor y no puedo definirlo. como una ausencia, similar a la que algunos le denuncian a dios en esos paisajes de hambruna, abandono, dolor. a veces te imagino cercana a la muerte, semidesnuda, inocente de vos misma, sentada en la cama, de espaldas a la puerta, esperando. esperándome a mí, asesino de vos misma. las manos hacen un gesto que invita e imitan a la sombra. sabés de tu blancura y de tu adultez, sabés de tu cuerpo deseado y del tiempo. pero el tiempo transcurre en esta fantasía como en una canción, rítmico y repetitivo. cada movimiento es copia de uno anterior, y agrega otro, otra luz, un jadeo, un mechón de pelo, una espera más. suelta las piernas, que cuelgan como ahorcadas fuera de la cama, como paralíticas en la luz breve. se define así el deseo, el principio de la carencia y la música imposible que la acompaña. Augusto se sirve otro trago, se emborracha con ternura y recuerda, sin asumirlo. hay un vacío en la boca, porque es un embudo. las piernas se abren. otra noche ridícula, otra noche de prostitutas que inaugura la noche fantástica en que pretendemos no existir. en los ojos de Augusto hay augurios de borracha, y en su voz la imagen del mar picado que trae los cadáveres de las horcas. ¿quién me dice que no fuiste vos? hoy es noche de prostitutas otra vez, Augusto toma y fuma para no olerlas. yo me quedo en la cama, donde pienso que el mar picado me va a alcanzar, donde podría alcanzar a una de las horcas, y olerte.

un bar, clandestino, a simple vista. las previsibles luces rojas y anaranjadas iluminaban el salón, un foco verde caía sobre un espacio vacío en el cual bailaba una rubia semidesnuda. al costado de la barra un pasillo prometía. crucé entre las mesas hasta la barra y pedí. ahora más seguro, más decidido, casi olvidando que afuera de ese antro había algo llamado mundo.
Imperio se adelantó por el pasillo, sin siquiera mirarme ni demorar. yo me quedé tomando y hundiéndome sin pensamientos, ensanchando mi garganta y pudriendo los pulmones. una con cara de chaqueña y la pancita hinchada y caída (habría recién parido un machito que la esperaría hambriento y cagado en alguna pensión o galpón) se me acercó a sonreírme. le eché el humo en la cara y le dije:
-llamá a Mama. decile que la busca el comisario.
            la negrita, hermosa y rencorosa me miró con odio y se fue. Mama, mulata repugnante,  apareció desde la oscuridad y llegó como atravesando las pocas mesas.
            -hacía mucho que no se lo veía por acá, comisario.
            -nada de títulos. tenía esperanza de que limpiaras un poco pero no.
            -mis chicas no son mucamas y para mucamas plata no hay. ¿qué se le ofrece? no vino a tomar nomás.  
            -quiero la habitación del fondo, la preferencial.
            Mama sonrió como si hubiera triunfado.
            -ya sabe, yo le vendo el silencio. y otro tanto le pedirá ella por lo que ella o usted quiera.
acepté y me llevó hasta el pasillo por el que había visto perderse a Imperio.

salgo de la escasa claridad y entro en un pasillo más oscuro que boca de lobo. se empieza a sentir el olor a mujer abandonada y en espera ácida del macho. cruzo el pasillo desabotonando mi camisa y pienso otra vez en la que ya no está, la que no va a sufrir este crimen. más adelante se ve luz a través de una cortina de mostacillas de colores. el olor, es como entrar en un hospital fronterizo. con la camisa desabrochada, corro la cortina y miro: en la cama, en tanga turquesa ella espera y me mira sabiendo. esta vale ochenta pesos, no actúa ni disimula. es cara porque pocos la tocaron. se nota que todavía no conoce su cuerpo, se nota que no conoce sentimientos, se nota que todavía no cumple los dieciséis. me mira y me apura.
-dale, papi, que no sos el único.
me saco el cinturón dispuesto a castigarla, pero ella ni siquiera retrocede, anuncia: 
-con cinto son veinte más, papi. 
y se da vuelta y me entrega las nalgas tan marcadas.










desde la esquina vi la gente en la puerta de mi casa. al llegar, pasé entre ellos, dos grupos de tres o cuatro personas fumando, conversaban en voz baja, de semblante serio, en actitud de disimulo o cuidado. me siguieron con miradas graves, llenas de pena que tuve que comprender después. las puertas estaban abiertas. entré despacio, esperando encontrar algo que no quería encontrar. en el pasillo de entrada reconocí a dos hombres del hospital donde trabaja mi papá. hablaban bajito también. cuando uno de ellos se percató de mi llegada, codeó al otro y me miraron los dos. el segundo se vio más afectado, apretó los labios e hizo no lentamente con la cabeza, sin dejar de mirarme. doblé a la derecha y crucé las puertas que dan al living comedor. había mucha gente, la mayoría desconocidos. me quedé en la puerta buscando a alguien, cualquiera, tratando de entender lo que ya era obvio. ahí estaba, mi papá, sentado en el sofá, con la cabeza baja, entre las manos. uno de sus amigos tenía la mano apoyada en su hombro. hacia la izquierda, para el lado del comedor, la gente tomaba café y comía sándwiches de miga y macitas. reconocí a algunos tíos, primos lejanos, otros amigos de la familia. algunos me miraban y corrían la vista; otros sólo lo hacían de reojo; otros, los menos, me seguían un poco turbados. mi abuela y su hermana, sentadas a la mesa, abrazadas por mi hermana. me acerqué y las besé en la frente. al reconocerme, su llanto se intensificó, con jadeos y lágrimas que salían con rapidez. la abracé.
            -ay, Ale… ay, Ale…-repetía la abuela.
mi hermana  me señaló la cocina.
            -ahí está mamá, porqué no la vas a ver.
le di un beso en la frente a ella también y fui a la cocina. abrí la puerta y entré despacio. a la izquierda, sobre la mesa, estaba el ataúd, abierto. mamá preparaba algo en la cocina. caminé rodeando el cajón. ahí estaba yo, de traje negro, camisa blanca y corbata, con los ojos cerrados y una expresión que no se puede decir.
            -¡Alito, viniste!- exclamó al verme. vino a abrazarme, fuerte. tenía los ojos colorados de llanto, y la boca todavía arqueada, penosa. nos quedamos abrazados largo rato. le palmeé la espalda. nos separamos cuando entró mi hermana.
            -¿viste?- le dijo a Andrea- vino tu hermano.
            -si era el cumpleaños, no venía- le contestó.
mamá la agarró del brazo y la trajo contra nosotros. ninguno sabía qué decir. Andrea, al fin, dijo que hacían falta sándwiches en el comedor. mamá se puso a prepararlos, todavía apenada. y el otro, callado, en el cajón.
            -vení- le dije- vamos a fumar un pucho afuera.

            -yo no sé, mirá, es terrible cómo lloran.
nos sentamos en el suelo del patio a fumar. por la ventana mirábamos al comedor; no parecía que se supieran observados.
            -¿y cómo está papá?
            -enojado. dice que al menos tendrías que haber avisado.
            -qué gracioso- ironicé- todavía no entiendo nada.
            -parece que fue porque tu novia te dejó.
            -y, la noticia me mató- Andrea se rió, le salió el humo por la nariz- no, es mentira. no me dejó.
            -entonces al otro sí. pero yo no sé.
            -sigo sin entender- repetí, y ella contó:
ayer a la tarde mamá y yo fuimos a Cuenca a hacer algunas compras. mamá decía que te hacía falta un pantalón y remeras. te quisimos preguntar, pero hacía unos días que no te veíamos. la abuela dijo que te habías encerrado en tu pieza. yo no sé. fuimos a hacer las compras, mamá se compró una cartera y un saquito de lana, y yo unos jeans. después te compramos el pantalón, y volvimos a casa. cuando llegamos, eso sí fue raro: la abuela estaba caminando alrededor de la mesa del comedor, y cuando nos vio empezó con ¿y Ale? ¿dónde está Ale?. dejamos las bolsas en a mesa, no te veíamos por ningún lado. mamá le dijo que estabas durmiendo, por decirle algo. pero ella seguía ¿y Ale dónde esté? fuimos las dos a buscarte para darte el pantalón. subimos y te golpeamos la puerta, pero no contestabas. yo le decía que te dejáramos tranquilo. abajo, la abuela volvió a preguntar por vos. para mí que algo presentía. volvimos a golpear, pero nada. debe estar durmiendo, le dije. bueno, ya son las cuatro, dijo mamá y entró. no estabas, pero… a ver… vos no estabas… estaba tu ropa en y zapatillas en el suelo, estiradas, prolijamente, marcando tu silueta, como si vos hubieras estado ahí acostado y de pronto te hubieras desvanecido, ¿entendés? en eso escuchamos que la abuela grita Graciela, Graciela, acá está. bajamos y ahí estabas, sentado en el sofá, muerto, como si miraras el televisor, muerto.

volvimos a la cocina con mamá que tomaba té.
            -¿está lindo afuera?- preguntó y me abrazó la cintura.
            -porqué no te vas a hacer una siesta.
            -ay, no puedo- dijo. ahora parecía más animada o despabilada- ¿cómo me voy a perder el funeral de mi chiquito?
Andrea se mordió los labios y negó con la cabeza. mientras me servía té, mamá empezó a acomodar el pelo del cadáver m cuerpo.
            -dejame en paz, má. ya pasó.
            -pero qué te cuesta estar presentable para la ocasión- me acerqué a ella y le quise sacar las manos del ataúd- mirá. ¿te gusta el pantalón que te compré?
            -sí, mamá, es muy lindo.
            siguió acomodándole el cuello y la corbata. y el otro, inmutable, silencioso, idéntico a mí. entonces protesté otra vez y lo dejó de hacer.
            -bueno, bueno, ya está.
            la abracé despacio y nos quedamos mirándome, callados, como si viéramos a un nene crecer.
            -¿y vos como estás, viejita?
            -y, hay que seguir adelante, hijo.












fingí ser otro y me acerqué
medí en la memoria su ingenuidad y mi torpeza, preví imposibles y posibles huellas. calculé su memoria y la mía juntas. quise adivinar si se trataba de un yo de 1995 o de un yo niño en 2010. tuve que decidir si eso era relevante o no. y dije, así nomás
            -cuando tenía tu edad, pensaba en ser escritor, pero creía que los escritores eran gente famosa o algo así
sin mirarme, pintando al hombrecito de su cuaderno, me respondió
            -a mí me gusta cuando tenemos que hacer narraciones en la escuela
recordé rápidamente el cuanto del pájaro de mil colores; también el del bosque hermoso que escondía un campo de concentración nazi vigilado por Al Catráz; el cuento del asesino de la cintita roja y el cuento púrpura. recordé ese que titulé “la flor de Itaj”. y también el del muerto, que terminaba diciendo “y no se supo si los niños eran los monstruos o si los monstruos eran los niños” y la corrección fue “no tiene final”. reconocí en su cuadernito el dibujo del muerto, al lado del comentario verde del maestro. él agregó
            -me dijeron que la narración no tiene final
me sonreí, le dije que a mí también me habían dicho eso una vez y entonó su arrogancia infantil y un poquito de sensatez
            -sí, pero yo soy vanguardista, pero no voy a ser famoso
“qué mocoso”, pensé. y mirándolo un poco bobo y lindo, pensé en envidiarlo un rato. pensé en dedicarle un cuento y envidiarlo un poco más después. porque él, en menos de 10 años, ya había definido el sentido de su vida
confiando en el olvido, y en que quizá las palabras de un desconocido pudieran recordarse después, le dije algo que alguien me había dicho cuando yo era chiquito:
            -si querés escribir, escribí. total, ningún cuento tiene final







sin sol




la habitación se había llenado de ese olor a vinagre rancio que recuerda tanto a los piojos y las ensaladas que se achicharran en la heladera. las bolsitas de plástico y los vasos desparramados por la cómoda y la mesita de luz, medio vacíos, siempre, de restos de cerveza, jugo de naranja, coca cola, y en todos, en cada uno de ellos (y por eso todavía estaban ahí, por eso medio vacíos) un chorrito de semen que no llegó a la vagina de Beatriz. Beatriz, pequeña, confusa, eterna a su manera, y a su manera, anhedónica, eisoptrofóbica.
se tapó las piernas con la sabana, apoyando la espalda contra el respaldar de madera de la cama antigua del hotel en el que no debíamos estar. yo trataba de recuperar el aliento a un costado de la cama, con la frente contra la mesa de luz (donde el olor era más fuerte), retorciendo mi cuerpo para disipar la sensación que recorría desde la espalda hacia las piernas, como una extensión de hormigas con patas de metal, sosteniendo la punta mi miembro ya no tan erecto, mucho menos viril que hace un rato, para que no caiga el semen en el piso de madera, tanteando con la mano uno de los tantos preservativos improvisados en la mesita. me tocó el de coca cola, y ahí dejé caer lo que quedaba de un ahora imposible aborto.
            -no aguanto más esto. te voy a ligar las trompas mientras dormís.
refunfuñó, pero no tanto como para no encender el cigarrillo y convidarme uno (pero mis manos seguían ocupadas tratando de no errarle al vasito de plástico).
            -pastillas, DIU, forro… algo…
            -no me vas  a poner un hijo, ya te lo dije.
            -de eso hablo, por dios- dejé el vasito debajo de la cama, junto a la pata y me recosté boca abajo, todavía lejos, lo más lejos posible de ella.
            -bueno, pero no me quiero arriesgar. vos sabés que no quiero hijos.
hundí la cara entre mi almohada y la de ella. sentía en mis manos una suavidad celeste muy clarita, seguida de un olor más denso que el que emanaban los tragos intomables en la cómoda o la mesita de luz o el suelo, más denso pero más soportable, fresco, diría.
            -primero, yo no tengo porqué saber. segundo, vos no sabés nada. tercero, ¿qué te hace pensar que me quiero arriesgar o que te quiero poner un pibe en la panza?
me pegó en la espalda, con una risita llena de humo.
            -no voy a abortar, tampoco. no me dan ganas.
me di vuelta, boca arriba, mirando las sombras en el techo, rodeadas de la luz ámbar del velador. cuando la miré, su dedo izquierdo buscaba algo en la profundidad de la nariz;  su mano derecha descansaba al costado del cuerpo, sobre el borde de la cama, con el cigarrillo entre los dedos, esperando.
            -¿te da fiaca abortar?
            -sí, mucha. ¿qué te pasa?- rezongó.
soltó la nariz para fumar y con la mano libre y triunfal, acariciarme el muslo derecho, pasando las yemas de los dedos despacio, muy suavemente, como si quisiera acariciar el agua de una pileta sin provocar movimiento, sin perturbar uno solo de los vellos que a ella pertenecían desde hacía poco menos de una semana, y me daba una cosquilla sinestésica.




  
 sólo siete u ocho minutos antes yo había estado adentro suyo, agitando su cuerpo contra la madera de la cama y tapándole la boca para ahogar los gemidos que por alguna razón no quería escuchar. quince minutos antes saboreaba con hambre suave sus tetas redondas como dos tasitas de juguete. veinte minutos antes su boca se desgarraba y de ella brotaban ronchas y bebida blanca. cuarenta y cinco minutos antes, jugábamos a marcar la piel del agua en nuestros cuerpos, tocando su espalda, que se extendía larga y delgada como un río de leche, con las manos estiradas, apenas tocándola, apenas estremeciéndola con el calor de mi palma y ella y sus piernas, pero después, abrazándome como si fuera un nene enfermizo, con fiebre y pesadillas, acunándome en su pelvis y cantándole secretos a mi pelo. ochenta y tres minutos antes me había hecho pasar por su tío para sacarla de la casa de la vecina donde se suponía estaría estudiando.






 nos cansamos de esperar o de no esperar nada. el tiempo nos cansó cuando yo le abrazaba la cadera, apoyando mi cara en su pelvis, oliéndole, casi dormida, el poco vello que había dejado entre sus piernas, ese tesoro, esa inmaculada concepción del erotismo prematuro.
me alcanzó el reloj, viejo como la cama, el piso y el velador, que estaba en su mesita de luz. eran apenas la una de la tarde, y por la ventana aún no se asomaba la más mísera mota de sol.
            -tengo hambre, pero no podría comer en esta habitación.
            -¿por qué no?
me tocaba el pelo
la oreja
el cuello
los lunares en los hombros
la columna vertebral
            caminándola
            en puntita de dedos
            -no sé, algo me da asco acá. ¿por qué todavía no es de día? parece de noche.
el frío se filtraba por una hendija de la ventana
            -está demasiado nublado, va a llover.
            -sí, me hace acordar a cuando era chica, el invierno era muy fuerte y siempre se nublaba mucho a la mañana. iba muy temprano al cementerio con mi hermano a trabajar, bah, a juntar plata. una mañana había estado lloviendo tanto que me dio miedo que se inundara la casa. vos sabés que mi casa era un cajoncito de madera que en seguida se llenaba de agua, pero no pasó nada- se rió, empapada por el recuerdo y encendió otro cigarrillo.
            -no fumés más.
            -ay, mirá lo que decís. como si fueras mi… como si fueras, como si fueras, bueno, qué sé yo. vos tendrías que cuidarte si no querés ir preso. y cuando entramos al cementerio, las callecitas estaban inundadas, hasta arriba de los tobillos nomás, pero mi hermano no quería irse y me agarró la mano casi arrastrándome. una vez me caí y me mojé el vestido hasta la cintura, él me levantó alzándome de las axilas, pero se tardó un rato largo. yo estaba arrodillada y se me ocurrió mirar para atrás y vi cómo justo en ese ratito se oscureció tanto hasta hacerse de noche, y las tumbas y los árboles se volvieron negros, se hizo de noche así nomás.
me sonreí, pero no me vio. me corrí de su cuerpo hasta los pies de la cama, mirándole las plantas de los pies extrañamente coloradas y toda la extensión de las piernas hasta la cadera estrecha y la vagina.

se levantó despacito y caminó hacia la ventana que estaba frente a la cama. me quedé mirándola como si siguiera la trayectoria de un avión que se está por estrellar. en ese momento creí que era la primera vez que la veía desnuda de pie; entonces agarró una blusa muy chiquita y se la puso, apneas le tapaba la panza. pensé en la habitación de hotel, en la mañana en la ciudad, pensé en ella. ese cuerpo que apenas insinuaba la novedad de los dieciséis años en un espejo de carencia e imposibilidades de las que yo podía alejarla sin darle más. estaba seguro de ella, de que me estaba volviendo hermoso, amándola y destrozándola, enseñándole de nuevo el mundo que ya conocía, que ahora miraba por la ventana, nublado, prometiendo lluvia, quizá nieve.