insultaba, agarrada a la reja del
almacén, como si estuviera presa demandaba azúcar. intocable por el invierno,
en musculosa y pollera. sus gestos y movimientos parecían superar los de una
jovencita todavía en edad de menarca, o poco mayor. me divertí un momento y
estuve viéndola despotricar contra las horas y la siesta, los viejos y la
necesidad. parado contra la pared, fumé el cigarrillo hasta cansarme y cuando
estuve listo me interrumpió su saludo. respondí distraído.
-no lo vi- se disculpó.
-abren a las cinco- dije y empecé a
caminar.
-a las cinco es muy tarde. azúcar, sólo
quiero un poquito de azúcar.
a mis espaldas, imaginé su resignación:
una torta de cumpleaños llegaría tarde al soplo. después escuché sus pasos
atrás mío, las sandalias nerviosas contra la vereda, el apuro, la llegada a mi
lado.
-¿usted podría darme una tacita de
azúcar?
me aburrió la petición y preferí
negársela.
-una tacita, unos cuantos gramos nomás,
una pizca aunque sea.
-está bien- concedí.
era la primera vez que hablábamos más allá
del saludo. creo que nunca un vecino o vecina había entrado a mi casa, nadie
jamás me había pedido nada y yo nada necesité de ninguno. para mí todos eran
fantasmas o bultos a veces visibles en el rabillo del ojo. la chica se había
impuesto, sin proponérselo, estoy seguro, a través de saludos iniciales y poses
indescifrables que la asemejaban a una estatua, a veces, parte de algún juego
secreto o increíble, quién sabe. le abrí la puerta y entró en la oscuridad,
unos pasos solamente. y esperó. yo encendí una luz y abrí una ventana. dio una
vuelta, mirando como un faro rápido, y se rió.
-¿siempre vive así?
-¿qué significa siempre?- me saqué el
saco, la miré. sonreía y no se animaba.
-parece casa de viejos.
-es que vos sos muy chiquita. ¿cuánta
querés?
-¿cuánta qué?
-azúcar.
-ah. una taza como de café con leche,
llenita.
-bueno, ya vuelvo.
doblé en la cocina y ella se quedó
mirando extrañada un departamento desconocido y extraño que no la asustaba.
escuché sus pasos pegajosos en la madera, algo tocó, movió algo. cuando salí de
la cocina, su cuerpo se recortaba contra la luz de la ventana nublada, de
espaldas a mí, miraba la tarde lejana, afuera, donde ella no estaba.
preferí no interrumpir, dejé la taza
llena y blanca en una mesita y me senté en el sofá a esperar. me pregunté y no
quise saber qué la tenía tan absorta, si esperaba algo, si buscaba algo, si
algo afuera la llamaba y no se movía. fumé la mitad de un cigarrillo antes de
que ella, sin nombre, percibiera mi presencia, se diera vuelta y advirtiera la taza
en la mesa ratona, el cigarrillo entre mis dedos, el humo manchando el
ambiente, mi figura, alta y abultada en el sofá, y decidiera, no carente de
misterio, caminar con una lentitud melancólica hacia mí o hacia el sofá, y se
sentara a mi lado, no demasiado cerca. el sofá apenas sintió su peso.
apoyé mi mano en su muslo frío. ella,
mirando hacia abajo se miraba los pies, el pelo que le caía sobre la cara
la privaba de mí. acaricié, muy lentamente, con las yemas de dos dedos, una
piel espesa.
-podemos hacer lo que quieras- dijo, con
un jadeo en la garganta, miedo o vergüenza o culpa, o nada peor.
-mirame.
no respondió, no me miró. esperaba,
paciente, un arrebato, un dolor, un algo desconocido que la anulaba y la
ofrecía. En algún lugar había el ardor en la expectativa. quizá en mí.
levanté a mano y la pasé a su hombro,
igual de frío.
-¿te sentís incomoda?
se levantó y caminó hasta la mesa,
siempre borrándome con el pelo. y mientras mi mirada como tocada por su pelvis,
dijo algo, nerviosa y apurada, como si diera lección. se atrevió a gesticular,
algo que parecía disculpa y no lo era, que pretendía explicar y no lo hacía. m
crucé de piernas, encendí el cigarrillo y estuve mirándola caminar, tan cerca
de su destrucción, y pedir un cigarrillo que le negué y decir que ya era una
mujer que no había llegado, que demoraría años y muchas noches. mujer y noches
que yo no conocería.
se volvió a sentar a mi lado, midiendo
una distancia prudente, casi inteligente, que no me permitía ya tocarla como me
había invitado a hacerlo, pero me dejaba sentir su perfume torpe, naciente.
.-la puerta está abierta- le dije- la
entrada y la salida, cuando quieras.
la vi irse. no la vi irse. ofuscada,
aliviada, un poco más mujer. apenas.
estuve mirando mi cara en el
espejo del baño. la barba crecida de hace semanas o meses. los ojos que no
puedo describir. las cejas bullidas. los labios gruesos, lastimados, sin
expresión. y el pelo largo, duro, oscuro como las pupilas. toqué la piel reseca,
escamosa, algo resquebrajada. no sé si esperaba sentir algo, si buscaba sentir
algo. hacía días que no veía mi cara en ningún lado, con detenimiento. si
tuviera que adivinar, jamás diría que es mi cara.
bajé limpio, despacio, la
escalera de cemento hasta el comedor. me senté. sonaba otra vez el chamamé
siniestro de Imperio, que tomaba mate y lo cebaba frío y lavado, callado,
mirando al suelo. callaba algo que había pasado y no quería decir. chupé mate y
cigarrillo, mirándolo proyectar en la pared la sombra de la mujer que lo hacía
algo así como huérfano y, con amor y prudencia, porque ella tenía razón y él
no, le negaba el amor que Imperio ansiaba: un muchachito para criar. lo que
fuera que hubiera pasado, se esfumaría en la venganza o el castigo, según él lo
considerase. y yo lo acompañaría, porque deseaba castigar también. en el
rincón, otra mirada ahogada fumaba y respiraba, Julián, que no cesaba de
buscar.
-¿va a dormir?- le preguntó
Imperio.
-voy a dormir- contestó Julián.
-usted debería buscarse una
mujer.
-estoy buscando una mujer- respondió.
-cualquier mujer es una mujer.
-pero la mía tiene nombre-
respondió y agarró el mate.
-la que yo le ofrezco también, y
se llamará como usted quiera.
Julián Virtz negó con la cabeza
y terminó el mate. entonces adiviné el desprecio y el cansancio cuando se
levantó sin despedirse y se fue. lo dejó a Imperio tomando y moviendo la
cabeza, como si se lamentara, como si lamentara que Julián rechazara la ayuda
que le ofrecía, como si le hubiera ofrecido ayuda. después me miró a mí, más
débil y dispuesto.
nos quedamos un rato callados.
sólo se escuchaban los ruidos de la noche, lejanos. estuve mirando la pobreza
alrededor de Imperio y de mí, las paredes húmedas, el techo moribundo, el piso
sucio de años. una habitación que parecía olvidada por quien la habitaba. Imperio
la elegía así. por alguna razón, elegía esa habitación y no otra; elegía
conservarla en su estado natural de deterioro y desorden. así estuvimos,
mirando y pensando. los ojos de Imperio eran oscuros y brillantes. las llamas
de la hornalla se reflejaban en ellos como en una película. y no significaban
nada.
-póngase la corbata, que yo
invito- dijo poniéndose de pie.
-la mía también tiene nombre.
me agarró del brazo y me
levantó. empecé a seguirlo sin pensar. quizás la autocompasión, o el
aburrimiento, o el desgano, o el fracaso, o la brevedad, o las horas perdidas,
o la masturbación, la soledad, la derrota, la noche, el hambre, todas esas
cosas que seguíamos eligiendo y que fui bajando por la escalera de madera hasta
la calle que al llegar parecía todavía más lejos que antes, más silenciosa, más
llena de lobos inservibles. empecé a recordar que hacía mucho que había
olvidado el miedo. el cigarrillo que me ofreció también lo acepté. los dos nos
alejamos en silencio y fumando como extranjeros.
me muerdo la lengua con el vino encima.
muerdo el vino. llamo a la sombra que provoque el nacimiento en mi cuerpo, para
poder sentirte en mí, todavía ajena, todavía lejana, sentirte como al monstruo
que usurpe mi cuerpo y me traiga tu presencia, tu posesión. estoy desnudo en la
noche del baño, inhalando tu olor hambriento, tu pobreza, tu plenitud. ¿dónde
estás? ¿de qué estás hecha? bruja y ángel bajo la cama. monstruo y niña, una
bala en mi garganta. sos la huella que esquivo en la calle y las huellas que me
guían. hay frío y humedad, hay tabaco y café frío en los pulmones, hay perros
que me siguen y me componen. gatos que miran desde los huecos alucinados debajo
de los autos quemados de la comisaría.
linyeras que los tienen de mascotas y los duermen, a los autos. hay más huecos
en los que podrías estar, en los que deberías estar, en los que me gustaría
encontrarte, con las manos fracturadas y la boca llena de sangre y tierra,
adolorida y dormida. porque falta la ternura, faltan los latidos del sueño
multiplicados en la respiración sincronizada de los dos, falta el despertar en
la claridad y el sexo que abra el día. falta la mano que acompañe mi caminar
por estas calles frías y traspiradas con olor a frontera. las calles que se
interrumpen y se estiran hacia la eternidad del alcohol. sin vos hay tanto
verano alucinado, tanta carencia y una bondad indiferente. acá falta el amor y
no puedo definirlo. como
una ausencia, similar a la que algunos le denuncian a dios en esos paisajes de
hambruna, abandono, dolor. a veces te imagino cercana a la muerte, semidesnuda,
inocente de vos misma, sentada en la cama, de espaldas a la puerta, esperando. esperándome
a mí, asesino de vos misma. las manos hacen un gesto que invita e imitan a la
sombra. sabés de tu blancura y de tu adultez, sabés de tu cuerpo deseado y del
tiempo. pero el tiempo transcurre en esta fantasía como en una canción, rítmico
y repetitivo. cada movimiento es copia de uno anterior, y agrega otro, otra
luz, un jadeo, un mechón de pelo, una espera más. suelta las piernas, que
cuelgan como ahorcadas fuera de la cama, como paralíticas en la luz breve. se
define así el deseo, el principio de la carencia y la música imposible que la
acompaña. Augusto se sirve otro trago, se emborracha con ternura y recuerda,
sin asumirlo. hay un vacío en la boca, porque es un embudo. las piernas se
abren. otra noche ridícula, otra noche de prostitutas que inaugura la noche
fantástica en que pretendemos no existir. en los ojos de Augusto hay augurios de
borracha, y en su voz la imagen del mar picado que trae los cadáveres de las
horcas. ¿quién me dice que no fuiste vos? hoy es noche de prostitutas otra vez,
Augusto toma y fuma para no olerlas. yo me quedo en la cama, donde pienso que
el mar picado me va a alcanzar, donde podría alcanzar a una de las horcas, y
olerte.
un bar, clandestino, a simple
vista. las previsibles luces rojas y anaranjadas iluminaban el salón, un foco
verde caía sobre un espacio vacío en el cual bailaba una rubia semidesnuda. al
costado de la barra un pasillo prometía. crucé entre las mesas hasta la barra y
pedí. ahora más seguro, más decidido, casi olvidando que afuera de ese antro
había algo llamado mundo.
Imperio se adelantó por el pasillo, sin
siquiera mirarme ni demorar. yo me quedé tomando y hundiéndome sin pensamientos,
ensanchando mi garganta y pudriendo los pulmones. una con cara de chaqueña y la
pancita hinchada y caída (habría recién parido un machito que la esperaría
hambriento y cagado en alguna pensión o galpón) se me acercó a sonreírme. le
eché el humo en la cara y le dije:
-llamá a Mama. decile que la busca el
comisario.
la negrita,
hermosa y rencorosa me miró con odio y se fue. Mama, mulata repugnante, apareció desde la oscuridad y llegó como
atravesando las pocas mesas.
-hacía mucho
que no se lo veía por acá, comisario.
-nada de
títulos. tenía esperanza de que limpiaras un poco pero no.
-mis chicas
no son mucamas y para mucamas plata no hay. ¿qué se le ofrece? no vino a tomar
nomás.
-quiero la
habitación del fondo, la preferencial.
Mama sonrió
como si hubiera triunfado.
-ya sabe, yo
le vendo el silencio. y otro tanto le pedirá ella por lo que ella o usted
quiera.
acepté y me llevó hasta el pasillo por
el que había visto perderse a Imperio.
salgo de la escasa claridad y entro en
un pasillo más oscuro que boca de lobo. se empieza a sentir el olor a mujer
abandonada y en espera ácida del macho. cruzo el pasillo desabotonando mi
camisa y pienso otra vez en la que ya no está, la que no va a sufrir este
crimen. más adelante se ve luz a través de una cortina de mostacillas de
colores. el olor, es como entrar en un hospital fronterizo. con la camisa
desabrochada, corro la cortina y miro: en la cama, en tanga turquesa ella
espera y me mira sabiendo. esta vale ochenta pesos, no actúa ni disimula. es cara
porque pocos la tocaron. se nota que todavía no conoce su cuerpo, se nota que
no conoce sentimientos, se nota que todavía no cumple los dieciséis. me mira y
me apura.
-dale, papi, que no sos el único.
me saco el cinturón dispuesto a
castigarla, pero ella ni siquiera retrocede, anuncia:
-con cinto son veinte más, papi.
y se da vuelta y me entrega las nalgas
tan marcadas.
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