el otro monte





            dijo que había encontrado a un chico idéntico a mí.
            -pero es oriental, chino o coreano. igualito, eh. salvo por los ojos.
            y unos días después...
            -se llama Julián, "Yúlian", es coreano. es igualito a vos.
            y unas semanas después, comentó que habló con Yúlian, el coreano idéntico a mí.
            -es tu doppelgänger- se reía- es como vos, en todo, salvo los ojos- seguía riéndose.
            en ese momento noté la fascinación que después escondería.
            no volvió a hablar de eso hasta mucho tiempo después en que dijo que no,
            -no es coreano, es japonés, de Nagasaki- otra vez riéndose- un japonés se parece a vos, Mélan.

            y ahora estábamos en París, Francia, por cuestiones de trabajo. del trabajo de Fiona, exactamente. yo apenas me dedicaba a hacer las compras, preparar la comida para cuando ella llegase, cebarle mate, dormir, vagabundear y decirle que todo iba a estar bien, porque ella me creía.
            y después, buscaba. era yo el que buscaba, con una desesperación tenue, muy calma y lejana, en el lugar donde se inventan los dolores de cabeza. entonces yo buscaba y ella vivía. siempre había sido así. Fiona también era la que encontraba. encontró Sexus cuando yo no podía. encontró Tres golpes de timbal cuando estaba agotado. y encontró al otro, el japonés Yúlian, en Montmartre cuando estábamos en París. como parodiándome, como parodiando la otra desesperación, porque yo estaba seguro de que, al margen de algunos libros y de algunos Cortázares, el otro no se parecía en nada a mí.
            pero no importaba, porque no volvió a hablar del otro. y no era que simplemente lo había olvidado o ya era tema viejo. lo callaba deliberadamente, ocultándolo en el silencio, y atrás de gestos y expresiones de la cara que hacía cuando yo decía ciertas cosas, o daban una película de Kitano en la televisión, o parados al lado del Senna, pasaba un grupo de orientales. entonces los ojos se le nublaban un poco y miraba hacia el río y de reojo a mí, lo que significaba que pensaba en algo que ella sabía y yo no.
           
            había tardes en que ella no llegaba. y yo pensaba en que por ahí suelto había otro como yo, aunque estaba seguro de que no se parecía en nada a mí, en la cabeza de Fiona estaba mi ikiryo literario. pero no me provocaba nada. tal vez porque no le creía.
            después llegaba tarde y me daba razones, casi excusas, casi mentiras, infantiles, ridículas, lindísimas, que me enamoraban y me hacían pensar en una travesura que había encontrado ella, y no yo.

            no era difícil pensarla con el otro, en cualquier café o puente de París. y si era de verdad como yo, era él el que hacía literatura, el que le cebaba mate para que ella moviera la bombilla y lo arruinara, y después de verla juntar hojas secas y otras cosas de la calle, la llevaba a algún hotel de Montmartre para verla desnuda y fracasaba, porque Fiona no se desnudaría, ni pondría un cd de bebop, a lo sumo miraría por la ventana y fumaría, jugando su propio juego, que era el real, el que valía.
            porque ella también jugaba. aunque no creo que fuera un juego realmente. algo más serio, más grave y además secreto. ella lo probaba todo el tiempo, le hacia preguntas de una precisión quirúrgica sobre la vida, sobre París, sobre las mujeres; hacia comentarios al azar o señalaba rincones; le mostraba un libro, el afiche de una película, una parte de su cuerpo, y esperaba la respuesta y la reacción con mirada furtiva, midiendo diferencias y similitudes. quería ver cuán yo era, qué porcentaje de homosexualidad tenía, de qué color sus ojos a la luz, la forma de su panza. a veces le daba un cuadernito o libreta y lo hacía escribir, pero no leía. sólo miraba la posición de la mano izquierda, la que sostenía el papel. pero no leía, lo doblaba y se lo guardaba en el bolsillo de la pollera y más tarde lo tiraba a la basura. después jugaba a olvidarse, a hacer de cuenta que él era yo y yo no existía. pero todo como un divertimento infantil, como si el otro fuera imaginario y como si su estancia en París dependiera de eso.

            una tarde invadí yo el terreno lúdico, en secreto. Fiona me había dicho que trabajaría hasta tarde. si decía la verdad, estaría en la oficina hasta cerca de las ocho de la noche, y no en Montmartre, donde supuestamente vivía el otro. entonces fui a recorrer Montmartre, seguro de que en alguno de esos edificios y casas pequeñas, entre los pasajes o los pabellones de los museos (a los cuales no entré), riéndose en alguna iglesia de hace cuatrocientos años, en algún café o taller, o a la vuelta de cada esquina, estaba el otro, el que no se parecía a mi, salvo por los ojos, el que era como yo. y caminaba buscándolo, pero caminaba para no encontrarlo. cada vez más convencido de que por más real que fuera el imaginario de Fiona, uno de los dos estaba loco y así salvaba al otro. aunque a veces nos turnábamos. ahora le tocaba a ella, llenándome las tardes de caminatas incoherentes y disléxicas por Clichy, los puentes, Montparnasse y el Senna. y ahí parado en la punta de la cúpula de la Basílica del Sacrílego Corazón, miraba hacia el horizonte como si viera algo, fingiendo mi expresión interesante y grave, sin preguntarme pero buscando. buscando otra vez, quizá bajo el agua del Senna.

            más que nada pasaba las tardes en el balconcito del departamento en la rue des Arts, fumando por rigor, e imaginando sus diálogos de vino y tabaco en los que ella decía así:
            -lo vi todo en París.
            y el otro respondía siguiéndole el juego, porque era como yo:
            -no viste nada en París.           
            y Fiona, sin darse por vencida:
            -lo vi todo en París. vi sus puentes y sus cafés, vi las iglesias y los museos derrumbados, vi la bohème y la náusea en los bulevares.
            -no, no viste nada en París.
            -vi sus clochards en las plazas y abajo de los puentes, vi los hospitales vacíos, todo.
            -no viste nada en París, nada.
            pero ella insistía:
            -sí, te juro, lo vi todo en París. vi las prostitutas migrando al trópico, vi los vivo ditos de Greco, vi las doncellas desnucadas y los gorilas asesinos.
            y el otro, tan serio como ella:
            -no viste las prostitutas ni los vivo ditos, no viste nada. nada.
            -vi a la Gioconda colgada de un tendedero, todo lo vi en París. nada.
            y así, formando hombrecitos y chicas con la ceniza que sobraba en el cenicero, si lo hay, y riendo por rigor, al concretar el diálogo que conmigo no pudo, porque no soy japonés ni francés, y además contenta.

            un poco contenta porque jugó con un amigo imaginario. porque tuvo un secreto que tal vez supo ocultar, aunque llegara tarde, con excusas de juguete, y otra sonrisa al lado de la suya. y porque encontró lo que yo había buscado y obsesionado.
            mucho después le pregunté.
            -¿seguís viendo a Yúlian, el japonés que se parece a mí, salvo por los ojos?
            -ah, no- dijo sinceramente- me aburrió.






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