sin sol




la habitación se había llenado de ese olor a vinagre rancio que recuerda tanto a los piojos y las ensaladas que se achicharran en la heladera. las bolsitas de plástico y los vasos desparramados por la cómoda y la mesita de luz, medio vacíos, siempre, de restos de cerveza, jugo de naranja, coca cola, y en todos, en cada uno de ellos (y por eso todavía estaban ahí, por eso medio vacíos) un chorrito de semen que no llegó a la vagina de Beatriz. Beatriz, pequeña, confusa, eterna a su manera, y a su manera, anhedónica, eisoptrofóbica.
se tapó las piernas con la sabana, apoyando la espalda contra el respaldar de madera de la cama antigua del hotel en el que no debíamos estar. yo trataba de recuperar el aliento a un costado de la cama, con la frente contra la mesa de luz (donde el olor era más fuerte), retorciendo mi cuerpo para disipar la sensación que recorría desde la espalda hacia las piernas, como una extensión de hormigas con patas de metal, sosteniendo la punta mi miembro ya no tan erecto, mucho menos viril que hace un rato, para que no caiga el semen en el piso de madera, tanteando con la mano uno de los tantos preservativos improvisados en la mesita. me tocó el de coca cola, y ahí dejé caer lo que quedaba de un ahora imposible aborto.
            -no aguanto más esto. te voy a ligar las trompas mientras dormís.
refunfuñó, pero no tanto como para no encender el cigarrillo y convidarme uno (pero mis manos seguían ocupadas tratando de no errarle al vasito de plástico).
            -pastillas, DIU, forro… algo…
            -no me vas  a poner un hijo, ya te lo dije.
            -de eso hablo, por dios- dejé el vasito debajo de la cama, junto a la pata y me recosté boca abajo, todavía lejos, lo más lejos posible de ella.
            -bueno, pero no me quiero arriesgar. vos sabés que no quiero hijos.
hundí la cara entre mi almohada y la de ella. sentía en mis manos una suavidad celeste muy clarita, seguida de un olor más denso que el que emanaban los tragos intomables en la cómoda o la mesita de luz o el suelo, más denso pero más soportable, fresco, diría.
            -primero, yo no tengo porqué saber. segundo, vos no sabés nada. tercero, ¿qué te hace pensar que me quiero arriesgar o que te quiero poner un pibe en la panza?
me pegó en la espalda, con una risita llena de humo.
            -no voy a abortar, tampoco. no me dan ganas.
me di vuelta, boca arriba, mirando las sombras en el techo, rodeadas de la luz ámbar del velador. cuando la miré, su dedo izquierdo buscaba algo en la profundidad de la nariz;  su mano derecha descansaba al costado del cuerpo, sobre el borde de la cama, con el cigarrillo entre los dedos, esperando.
            -¿te da fiaca abortar?
            -sí, mucha. ¿qué te pasa?- rezongó.
soltó la nariz para fumar y con la mano libre y triunfal, acariciarme el muslo derecho, pasando las yemas de los dedos despacio, muy suavemente, como si quisiera acariciar el agua de una pileta sin provocar movimiento, sin perturbar uno solo de los vellos que a ella pertenecían desde hacía poco menos de una semana, y me daba una cosquilla sinestésica.




  
 sólo siete u ocho minutos antes yo había estado adentro suyo, agitando su cuerpo contra la madera de la cama y tapándole la boca para ahogar los gemidos que por alguna razón no quería escuchar. quince minutos antes saboreaba con hambre suave sus tetas redondas como dos tasitas de juguete. veinte minutos antes su boca se desgarraba y de ella brotaban ronchas y bebida blanca. cuarenta y cinco minutos antes, jugábamos a marcar la piel del agua en nuestros cuerpos, tocando su espalda, que se extendía larga y delgada como un río de leche, con las manos estiradas, apenas tocándola, apenas estremeciéndola con el calor de mi palma y ella y sus piernas, pero después, abrazándome como si fuera un nene enfermizo, con fiebre y pesadillas, acunándome en su pelvis y cantándole secretos a mi pelo. ochenta y tres minutos antes me había hecho pasar por su tío para sacarla de la casa de la vecina donde se suponía estaría estudiando.






 nos cansamos de esperar o de no esperar nada. el tiempo nos cansó cuando yo le abrazaba la cadera, apoyando mi cara en su pelvis, oliéndole, casi dormida, el poco vello que había dejado entre sus piernas, ese tesoro, esa inmaculada concepción del erotismo prematuro.
me alcanzó el reloj, viejo como la cama, el piso y el velador, que estaba en su mesita de luz. eran apenas la una de la tarde, y por la ventana aún no se asomaba la más mísera mota de sol.
            -tengo hambre, pero no podría comer en esta habitación.
            -¿por qué no?
me tocaba el pelo
la oreja
el cuello
los lunares en los hombros
la columna vertebral
            caminándola
            en puntita de dedos
            -no sé, algo me da asco acá. ¿por qué todavía no es de día? parece de noche.
el frío se filtraba por una hendija de la ventana
            -está demasiado nublado, va a llover.
            -sí, me hace acordar a cuando era chica, el invierno era muy fuerte y siempre se nublaba mucho a la mañana. iba muy temprano al cementerio con mi hermano a trabajar, bah, a juntar plata. una mañana había estado lloviendo tanto que me dio miedo que se inundara la casa. vos sabés que mi casa era un cajoncito de madera que en seguida se llenaba de agua, pero no pasó nada- se rió, empapada por el recuerdo y encendió otro cigarrillo.
            -no fumés más.
            -ay, mirá lo que decís. como si fueras mi… como si fueras, como si fueras, bueno, qué sé yo. vos tendrías que cuidarte si no querés ir preso. y cuando entramos al cementerio, las callecitas estaban inundadas, hasta arriba de los tobillos nomás, pero mi hermano no quería irse y me agarró la mano casi arrastrándome. una vez me caí y me mojé el vestido hasta la cintura, él me levantó alzándome de las axilas, pero se tardó un rato largo. yo estaba arrodillada y se me ocurrió mirar para atrás y vi cómo justo en ese ratito se oscureció tanto hasta hacerse de noche, y las tumbas y los árboles se volvieron negros, se hizo de noche así nomás.
me sonreí, pero no me vio. me corrí de su cuerpo hasta los pies de la cama, mirándole las plantas de los pies extrañamente coloradas y toda la extensión de las piernas hasta la cadera estrecha y la vagina.

se levantó despacito y caminó hacia la ventana que estaba frente a la cama. me quedé mirándola como si siguiera la trayectoria de un avión que se está por estrellar. en ese momento creí que era la primera vez que la veía desnuda de pie; entonces agarró una blusa muy chiquita y se la puso, apneas le tapaba la panza. pensé en la habitación de hotel, en la mañana en la ciudad, pensé en ella. ese cuerpo que apenas insinuaba la novedad de los dieciséis años en un espejo de carencia e imposibilidades de las que yo podía alejarla sin darle más. estaba seguro de ella, de que me estaba volviendo hermoso, amándola y destrozándola, enseñándole de nuevo el mundo que ya conocía, que ahora miraba por la ventana, nublado, prometiendo lluvia, quizá nieve.











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