a Sábato no le pasaban éstas cosas



el papel higiénico cuelga del tubito. y yo lo miro, fijamente. cuelga y recuerda.
suena el timbre. corto una tira de papel y me apuro.
-hola- dice Creatrice, creyéndose muy misteriosa. la hago pasar. es la segunda vez que entra a mi departamento, pero camina y mira como si fuera la primera vez, como si estuviera inspeccionando.
saco una botella de cerveza de la heladera (sé que no le gusta), le sirvo un vaso y me siento al lado del escritorio. ella se queda parada y toma despacio, sin queja.
-llegué ayer de Montevideo. el martes terminamos el rodaje.
-¿cómo salió todo?- pregunto, haciéndome el inocente.
-qué te importa.
hace una pausa y deja el vaso en la mesa ratona. sigue:
-a nadie le gustó cómo te fuiste.
-sí, bueno, entenderás que tenía que terminar...
-¿qué?- interrumpe- ¿la novela? ¿es esa?
señala la pantalla de la computadora.
-sí, es esa.
-dajame ver.
se acerca, agachándose y lee (llego a sentir el perfume de su pelo, y un respiro en su piel). se aleja despacio.
-te traje algo. un souvenir.
saca de la cartera un sobre: es una imagen, en papel fotográfico, de Ernesto Sábato. y va a la pared frente al escritorio, donde está el corcho lleno de fotos, fragmentos de novelas, postales, dibujos, lo típico. busca un lugar donde pincharla.
-¿acá?- la apoya entre los uruguayos Onetti, Estrázulas, Levrero. sé que lo hace a propósito.
-en cualquier lugar está bien.
la pincha y me sonríe y entiendo esa sonrisa como una provocación, una invitación sarcástica.
-no sé para qué tenés todas esas fotos acá, pero me acordé cuando vi esta. aunque dudé: ¿era Sábato o Arlt? bueno, son iguales.
-Arlt, Michelle- le digo- era Arlt.
-yo me llamo Michelle, pero vos no me tenés que decir así.
agarra una silla y se sienta.
-Arlt, cierto...  te lo debo. ¿estabas escribiendo cuando llegué?
-no... bah, sí. escribía- respondo y me acomodo en la silla.
-entonces, ¿cómo va la novela? Ignacio dice que hace dos semanas que estás acá, internado, escribiendo y fumando sin parar.
-Ignacio habla demasiado- respondo- ya no fumo.
-pero te internaste- mira al rededor y dice:- sos el escritor que escribe, en su notebook, desnudo y despeinado, en el mono ambiente húmedo.
saca el paquete de cigarrillos y fósforos. ¿por qué fósforos?
otra pregunta retórica:
-¿te das cuenta de lo post-moderno que es eso?
se levanta, camina al balcón. su última dosis de consideración: enciende afuera el cigarrillo.
-pero supongo que es inevitable. hablame de la novela. ¿te acordás cuando me leías las novelas de Virginia Woolf? en la casita de Floresta. contame.
-no sé porqué la sigo escribiendo. las pocas personas que la leyeron no dijeron nada bueno, y yo concuerdo con ellos. es pretenciosa, más que yo mismo.
me hace un medio puchero, como demostrando comprensión y me ofrece un cigarrillo. lo agarro.
-seguí- dice.
-pretende ser una memoria de la Literatura, y es eso justamente lo que la hunde, y me hunde a mí. como escritor, digo.
-¿qué decis?- me enciende el cigarrillo.
-digo que soy una persona que cada vez que cumple años se acuerda de Rimbaud y de Lautreamont, que cada vez que veo un rollo de papel higiénico se acuerda de Keouac, y cada vez que...
me interrumpe su risa.
-pero lo del papel higiénico era mentira, ¿no sabías?
dejamos pasar un momento, durante el cual me acuerdo de Woolf, de la casa de Floresta, de su cuerpo.
-está bien... ¿la vas a terminar?
-me faltan unas pocas hojas- le digo.
-no me dejes afuera esta vez-dice, pasa al lado mío, me revuelve el pelo como a un nene y tira el cigarrillo en el vaso de cerveza- quiero leerla entera. pero si ves que te supera, podés seguir su ejemplo- señala la fotito de Sábato.
-entiendo- le digo- claro, vos lo decís porque Sábato rompía y quemaba sus novelas- asiente con la cabeza- pero eso no pasa en la era post-moderna.
tiro mi cigarrillo en mi vaso de cerveza y la acompaño a la puerta.
-la próxima vez me quedo más tiempo.
se va.
cierro la puerta.
saco el martillo y un clavo del cajón de la cocina.
apoyo el clavo a la altura de la frente de Sábato, y la apoyo en la parte superior del corcho.
la clavo de un golpe.

enciendo el décimo cigarrillo. termino de leer la última página. sirvo agua en un vaso y le echo hielo y un poco de jugo de limón. pero antes de guardar la botellita, le echo más, un poco más, exagero la cantidad de limón. me tomo el vaso de un trago. el ácido y el cítrico me raspan el paladar y la garganta. me siento de nuevo ante la computadora y miro las últimas palabras:

                         una cosa, apenas, que debía ser destruida y de la que estaba cínicamente orgulloso.

cierro los ojos. volteo la silla. suspiro, dejo salir todo el aire. trato de quemarme como el cigarrillo en el cenicero. abro los ojos y me encuentro con la mirada de Sábato, puntiaguda y filosa como un verso de Bukowski (por metáforas así habrás de morir). Sábato.
imagino el hogar, las llamas que arden primero en su boca y después queman la madera. cuatrocientas hojas en su mano, esperando ser quemadas. imagino, puedo ver, la furia, la frustración, el odio, esa sensación de fracaso en el pecho, en el pasado, en la mano. cuatrocientas hojas. gruñe, grita, putea, maldice. y tira la novela al fuego. la tira con fuerza, con deseos de lastimarla, de que se quiebre una clavícula y el esternón, que pierda los dientes y las uñas, que sangren las encías, que se sienta ultrajada y desee ella misma arder hasta desvanecerse (lo que siento). hasta el imposible olvido. y todavía la noche, iluminada por las llamas. el silencio. el descanso sin alivio (lo que no puedo sentir).
post-modernia. mono ambiente. no tengo hogar, ni cuatrocientas hojas en la mano. miro la pantalla con odio y nada se quema. el ambiente (el único) lo ilumina la luz pálida del monitor, de la desgraciada hoja de word. un clic, y se elimina para siempre. un clic. ni gritos, ni estruendos, ni truenos y tormentas, ni cuervos. nada más que un clic. la fuerza bruta de una locomotora desvaneciéndose en el sonido de un pestañeo.
lo más violento que puedo hacer es pulsar el botón izquierdo sobre el archivo, y arrastrarlo, apretando los dientes, hasta el icono de la papelera de reciclaje, y soltarlo. después, clic derecho en la papelera, opción "vaciar papelera". apretando más los dientes, los dedos de los pies, los párpados, todo el cuerpo contorsionado a punto de explotar, tratando de ignorar el amable cartel: ¿está seguro que desea eliminar de forma permanente este archivo?. sí. seguro. clic opción sí.
 tomo un trago de jugo de limón, casi puro.
enciendo otro cigarrillo, lo chupo con fuerza.
me quedo quieto, fumando.
en silencio.
intento ignorarla, y no puedo:
siento la mirada de Sábato.
(no hay descanso sin alivio).
la siento en la nuca.
abro la boca (el humo).
voy a la cocina. agarro el martillo.
me acerco al corcho, y golpeo con fuerza la foto de Sábato.
la foto se deshace en el ruido.
después golpeo la de Onetti, y la de Felisberto.
después golpeo otros recortes con citas de Pizarnik, Girondo, Kawabata, Di Benedetto, Carver,Levrero, Breton, Piglia, Moore, Miller, Bioy, Moyano, Borges, Cortázar, Modiano, Woolf, Akutagawa, Dick, Arlt, Sartre, Estrázulas, Laperdian, Puig, Nicolasi, Quasimodo, Ungareti, Veda. golpeo una lapicera que hay sobre la cómoda y un lapicero, y todo se desparrama en el piso. golpeo la cómoda con la mano abierta y después golpeo mi mano con el martillo. concentro los golpes en un dedo (el meñique). lo golpeo hasta deformarlo y hacerlo estallar. salpica sangre. siento el hueso romperse, astillarse, el ruido seco y grave bajo la carne machucada. queda colorado y abierto como un cartucho de escopeta. revoleo el martillo (después descubro que golpeó y agrietó el vidrio del ventanal del balcón), sacudo la mano llena de dolor, pateo un mueble, doy media vuelta sin saber qué hago y caigo al piso.
me siento contra la pared, agarrándome la muñeca. la mano toma colores psicodélicos, cadavéricos, como de quirófano. me tiembla el cuerpo.
pienso: a Sábato no le pasaban estas cosas. tampoco a Poe. ni siquiera a Maldoror.
pienso: ni a Ginsberg, ni a Rimbaud, ni a Rejtman (sobre todo Rejtman).
cierro los ojos. trato de calmarme. enciendo otro cigarrillo (el anterior está tirado, aplastado, en el suelo). busco la botellita y tomo del pico. la pureza del jugo me provoca muecas de ardor.

hubo una época en que juzgaba a las mujeres por sus muñecas, el color de sus uñas y las puntas en los mechones de pelo. buscaba un triángulo formado por ese pelo, esas muñecas, y esa boca, que daba por resultado, en el mejor de los casos, una visión lluviosa, una canción, palabras sacadas de libros y colores desaturados. en ese galpón de sensaciones caminaba Creatrice, aliada a la sombra y escapándose de las cosas que me gustaba decir.
era, quizá involuntariamente, la representación de "la femme mecanique", la mujer mecánica, de ojos fríos, actitud soberbia, dueña de todos, de una superficie invulnerable. alguna vez, en su desnudez artificial, logré ver entre sus piernas. no me doy crédito por el pequeño logro; más bien pienso que fue un descuido. pienso (me gusta pensarlo así) que alguna palabra, algún gesto mío, algo invisible para cualquiera que no fuera ella, llegó a tocar un nervio en su memoria, el recuerdo de alguien que la poseyó, a quien le dio algo genuino y la desnudez que a mí me negaba.
así me enteré de que nada le dolía, que pasaba a través de la angustia como un láser que cruza la niebla, que podía ser conmovida por pequeñeces, que era capaz de no ser egoísta si encontraba a la persona indicada. pero a veces, pensé, la persona indicada es una sola, y nunca vuelve.
yo, evidentemente, había sido incapaz de enamorarla (es cierto que nunca me lo propuse) y de generar en ella esa, no escasa sino exclusiva solidaridad. de esto fui testigo apenas, nunca pretendí ni busqué que hiciera nada que no surgiera espontáneamente de ella. sí quise, quizá por orgullo, darle algo que considerara al menos valioso, al menos en un sentido retorcido. una novela, ahora perdida, que retrataba algunos de sus instantes (los que yo consideraba reales, y los invisibles), y algunos de los míos.


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