( panacentaura de Marte )
en Buenos Aires habíamos estado jugando al fracaso, aceptando trabajos mal pagos y monótonos y tentando a la mala suerte al abandonarlos pronto y someternos otra vez a los clasificados y el envío masivo de curriculums vitae vía correo electrónico, sin poder ofrecer más que pocos años de experiencia insignificante y escasa mala voluntad. no nos interesaba rompernos la espalda para que un patrón que ni siquiera sabía nuestros nombres pudiera veranear en Punta del Este o el Caribe, o llegar en un Alfa Romeo a la oficina. ella era particularmente feliz en los trabajos al aire libre, haciendo mensajería, reparto de comida o poniendo a prueba sus pequeños dotes para la jardinería. una temporada trabajamos para el gobierno cuidando plazas. a veces yo paseaba perros. a veces empaquetaba cualquier cosa en alguna empresa de alimentos. y ahorrábamos todo lo posible para las épocas de desocupación. entonces aguantábamos hasta donde podíamos, forzando al hambre en nuestro favor y disfrutando de la escasa pero intensa libertad, la ausencia de responsabilidades y burocracias, y olvidábamos nuestros nombres por meses, cambiándolos por nombres de plantas o insectos o ciudades orientales
aquí, en Marte, no odiamos la forma del triunfo que nuestros padres nos inculcaron, pero tampoco buscábamos el hundimiento que nos habían pronosticado. yo estaba seguro de que siguiendo sus consejos, siendo decentes y teniendo un ingreso estable no comprometeríamos necesariamente nuestra libertad y hubiéramos sido más felices. a lo que ella contestaba
-¿ para qué ?
de modo que sin salida al cielo en nuestra habitación, y seguros de que el fracaso era un orden que nos brotaba de adentro y nos dejaba flotar, llegamos a Sainuro donde, sin ingenuidad, sabíamos no habría diferencia con Argentina. pero ganamos algo: una total carencia de memoria y origen. pudimos ser un trozo de hambre, sillones abandonados en las plazas y perros vagabundos del puerto. y no tuvimos nombre hasta que alguien nos lo preguntó. sobre la marcha nos enteramos de que una vida así era posible hasta cierto punto, y decidimos perseverar hasta atravesar ese punto límite. no éramos masoquistas, pudimos soportar ciertas angustias y dolores como el precio de ser semejantes a invisibles, ser completamente nada. en el límite no estaba la miseria, la suciedad, ni siquiera los cigarrillos que fumábamos para engañar al estómago o los gramos de droga impura que conseguimos y tomamos para distraernos del cuerpo. en el límite estaba la humanidad, aquí o allá, no pudimos ignorar que el último origen era ese, la humanidad que nos hacía. y a veces lo insoportable de vernos mutuamente en tal suburbio de la vida. sin embargo, sonriendo, adueñándonos de Marte
aún teniendo un trabajo fijo, nos dimos el gusto de ser pobres, asegurarnos la casa y comida para al menos seis días de la semana. entonces empezó otro juego y otro fracaso, esa forma de mirar relojes y almanaques, de regirnos por las horas, los esfuerzos, las órdenes y el cansancio al final de la jornada
y no importaba, porque no teníamos nada y nada había fuera de nuestra cama
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