cuando llegamos a Sainuro lo primero que la entusiasmo a ella fueron las hojas de aquel árbol socié: rojizas o moradas y más grandes que la mano de un hombre muy grande. en aquellos días habitábamos las plazas de Sainuro y ella se colgaba como mono de los sociés. en otoño esas hojas se resecan tomando un color fuego que la volvían loca
ahora, las primeras nevadas fueron generosas como susurros. los copos eran duros y pequeños como caspa, pintaban un paisaje de invierno sombrío de un color rosa acuarelado o pastel. las calles de Sainuro tenían una delgada alfombra de aguanieve. nuestros pasos quedaban bien marcado, buchoneando el andar errante. en la plaza Circular, escribí mi nombre con orina y ella se tiró al suelo a hacer angelitos con las últimas hojas de otoño del socié. cuando nos cansábamos de correr y tirarnos bombas de nieve, nos sentábamos en el tronco de un árbol caído, fumábamos y bebíamos café o té de una planta marciana que sólo ella preparaba
volvíamos de noche a la casita y ponía el verano de Vivaldi, en vinilo
-para entrar en calor- decía ella
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