los niños de Boris Vian.












Nos conocimos en las circunstancias debidas, a la hora correcta, en el lugar indicado. El error pasaba por otro lado. Yo leía a Girondo, ella escuchaba a Ives. No entendíamos nada. Yo todavía creía que la infancia era un valor, hasta que Boris Vian… Ella había decidido ser una nena ciega para conocer el mundo que no se veía y dejarse llevar por la nariz, la oreja, las manos y pasar su lengua por todos lados. Hizo un comentario sobre mi perfume y no comprendí su mueca porque, fiel reflejo de sus ojos, homenaje al abismo y a la mujer, todo en ella era incomprensible. Nos entendimos muy bien al decir oscuridad, al escuchar la palabra “prostituta” en la boca del otro y decidimos que estábamos hechos uno de ciudad y el otro de vagabundeo. Decidimos empezar por el final y hacernos todo el mal a nuestro alcance. Armábamos frases con sujeto tácito, involucramos extrañas historias de países ajenos, nos alejamos hasta sentir la muerte del otro, comprender el valor fe lo que negábamos y ver la deformidad con que nos habíamos dejado. Luego de eso nos enamoramos. Yo la sabía fea, sabía lo hija de puta que había sido con nosotros y la había hecho conocer mi desprecio y mi indiferencia. Asumimos otra vez la ciudad y el vagabundeo, conocimos hoteles de Constitución y Flores, nos dejamos reír recordando las atrocidades y regalándonos collares y momentos, nos descubrimos como peces, como hábitat artificial de un secreto y nos dijimos que no queríamos la felicidad. Ni siquiera intentamos superar los problemas e inseguridades. Apilamos pesadillas en los bidets y bañeras de esos hoteles y seguimos adelante. Luego de ese final todavía reciente ella me había tomado la suficiente desconfianza como para preferir mirarme dormir a dormir conmigo. Una noche dijo: “nunca me vas a tener”, con voz alegre y sofoclesiana. No tardamos en decir la palabra amor como si la hubiéramos levantado del suelo, concientes de no haberla tirado nosotros. El sexo era nuestra forma pasiva de amarnos; el compromiso, la forma activa de dañarnos; la distancia era nuestro cuerpo. Pero también eso fue una decisión y una promesa que se rompió cuando la tercera vida se asomó por el pupo de ella y ya no supimos nombrarnos. Pero sabíamos que sería Cecilia y nos decidimos (una vez más) adultos y hermosos y todos los adjetivos que negaran el concepto, compramos una casita alejada pensando en un pasaje donde pudiera jugar a las siete de la tarde del verano. La gente nos veía sonreír con el corazón y creímos que nos acercábamos a esa pesadilla que creímos abandonada de un hotel de Bernal. Entonces vino el aborto y yo me asusté con un alivio íntimo y secreto. La fragilidad de Solange era tal que no creía saber cómo contenerla. Y volvimos solos otra vez a la casita de Floresta, con los ojos hinchados y pies descalzos de lluvia. En una noche cualquiera decidimos (otra vez, como si fuéramos dueños de algo) que ese embarazo había sido el error de nuestro encuentro, que la que no había nacido no iba a ser Cecilia y que estábamos mejor solos, conviviendo en esa distancia que cada vez se disolvía más hasta vernos en una habitación redonda buscando con desesperación la esquina, buscando la ventana de la tumba (pero decir tumba es demasiado) y siguiendo las huellas del otro como si fueran las propias. En un gesto de sinceridad que surgió de ella, nos reconocimos felices. Aquella noche dijo: “salud, dinero y amor”. Pero todavía sin ser adultos, bromistas, conocedores de las costumbres y mañas del otro y las de los dos, pero todavía autonautas de esa casita de Floresta, de ese barrio, de ese lunes martes miércoles jueves viernes sábado domingo horizontal y absurdo. Hasta que nos mudamos acá cuando nació Luciana.






















































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