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el campo me anulaba aún más que la ciudad de Verlén. aquí era completamente visible, no pasaba desapercibido, y aún así todos insistían en ignorarme. se ignoraban unos a otros a conciencia, a repetición, como ametralladoras calladas. en algún punto, era cómodo. era bueno caminar sin miradas, sin nombramientos, sin apodos, sin respuestas a preguntas que no venían a nada. caminando entre palurdos crudos y silenciosos como borregos dormidos
tal vez por eso detrás de ella me sentía desnudo. por eso tenía que elegir la ropa exacta para cada día. las medias específicas, el pantalón correcto, la camisa debida, los zapatos apropiados, nada por fuera de ese criterio incierto y ante todo dudoso y que nunca supe especificar. pero tenía que ver con la hora 8 de la mañana y lo que yo pronosticaba para ella. tuve que convertirme en mi propio asesor de vestuario y sufrir las consecuencias cuando me equivocaba. y ella no se daba cuenta, no sabía que esas medias que quizá ni siquiera veía aún cuando yo, al sentarme, levantara a propósito la pierna del pantalón, ella no sabía que esas medias habían sido elegidas según sus manos, según lo que yo supiera que sus manos fueran a hacer durante ese día que yo sabía iba a ver, a cruzarla en alguna calle o esperarla en alguna taberna o quizá habíamos convenido encontrarnos en el campo para molestar a las vacas. y así era. si ella usaba el pantalón marrón gastado que le haban traído hacía unos doce años de Europa, yo me ponía las botas negras. y ella no sabía nada. no sabía de mi ropa ni de mi semen
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