-el síntoma de la pendeja piélaga-

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I

pero,
-mirá
dice ella. señala un grupo de hamacas. están vacías. se mueven con voces que cacarean pero desde abajo.
-cuando te vi- le digo- por un instante pensé que eras lo que andábamos buscando
las hamacas se mueven disonantes. ella las sigue con la mirada. péndulos barriendo los restos de fantasmas en la plaza. apenas la pierdo en esa limpieza trágica. pero no puedo tocarla, como para agarrarla y traerla del otro lado del arenero. el vaivén que dibuja siluetas unicelulares resulta un encanto que concuerda con su nombre. pero apenas
-ahora estás tan lejos de la vida que pensé para vos
las hamacas entran en sus ojos como lagañas ajenas. y en sus pupilas las sombras de radiografía pretenden escapar a su absorción con los mismos gestos con que yo me dejé atrapar por su absorción. creo que nunca más va a contestarme


II

-hay puertas que no llegás a ver
-como el olor a jabón. me siento tan culpable
ella:
-no
yo:
-es inevitable,
no puedo acompañarte en esta travesía. mientras yo planeaba alguna vida alimentada por el asesinato y la caridad, vos estabas ahí, viviendo ( bueno, es una palabra ). te llenabas los ojos como si fueran globos terráqueos. y me espanta verlos tan llenos cuando estaban tan vacíos. y no poder hacer nada si, de repente, a alguna mano o algún pecho en tus ojos se le ocurre sacar un alfiler de gancho
-mis pestañas son ojos del cerdo. y a vos te espanta la superficie de mi peor fondo
-me siento tan culpable. me culpa tanto esta pequeñez. y estás tan lejos, tan inalcanzable. tan inalcanzada. y a la vez sos una burbuja y tocarte nos da miedo. y mirarte me da miedo, porque reflejás de mí como el río en el viento refleja a la ciudad. inexorable como June Millar, no puedo levantar mi voz hasta tu garganta. no puedo besarte sin antes morir para soportarlo y que después, al separarme, abrir los ojos sea algo legítimo












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